2004/09/10

¿ESTÚPIDOS HOMBRES BLANCOS? (Bush bajo la perspicaz mirada de Michael Moore)

Por ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN
Diario EL PUEBLO

Hace algunos años, el polémico cineasta y escritor Michael Moore (MM) habló, por primera vez, con George W. Bush, y recibió de éste una sincera y lacónica recomendación: “¡Compórtate bien! Búscate un trabajo de verdad”. Pasó el tiempo. Bush fabricó una guerra y se tuvo que tragar, en varias dosis, el repudio mundial; Moore, por su parte, acaparó importantes premios y reconocimientos. Conclusión: parece uno de los dos no se comportó bien y, de paso, le dio al otro la invalorable oportunidad de mostrarles a sus compatriotas –y, desde luego, al mundo entero– aquello que no querían (o no podían) ver.

En 1954, la ciudad de Flint (perteneciente al estado de Michigan) vio nacer, con comprensible indiferencia, a MM. Hoy, cincuenta años después, el incisivo Moore ha logrado que ese desinterés inicial se torne en una creciente fama que genera sentimientos encontrados: MM habla a diario ante auditorios atiborrados de norteamericanos ansiosos por conocer el lado oscuro de la gestión del inefable presidente Bush; MM es censurado, y tildado de antiestadounidense, por los defensores del régimen; MM, con su última producción cinematográfica, “Fahrenheit 9/11”, está en la cresta de la ola: rebasa la barrera de los cien millones de dólares en taquilla...

Sin duda, la pésima labor presidencial de George W. Bush le dio de comer a este inquisidor: “Bowling for Columbine”, agudo documental donde explora el temor crónico de los estadounidenses y su íntima relación con las armas, alcanzó un premio en el Festival Internacional de Cine de Cannes y un Oscar a la Mejor película documental en el año 2002. Y, este año, “Fahrenheit 9/11”, recibió la Palma de Oro en el festival de Cannes que, siempre es bueno recordarlo, es considerado el certamen cinematográfico más prestigioso del orbe.
“Fahrenheit 9/11”, es un incandescente largometraje que analiza con detenimiento la sinuosa labor de Bush en la Casa Blanca (partiendo de un supuesto fraude en el proceso eleccionario, donde, según MM, derrotó con malas artes al candidato del partido demócrata Al Gore). Pero, el nudo central de la extensa y cruda producción cinematográfica, es el salvaje atentado a las Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001 (9/11) que marcó con sangre y horror el inicio del tercer milenio.
Entre sus célebres producciones librescas, Moore tiene, entre otros, los siguientes títulos: “Estúpidos hombres blancos” y “¿Qué han hecho con mi país?”. El primero de éstos, ya circula en Arequipa hace un buen tiempo y viene acompañado de un escueto prólogo del reconocido periodista argentino Jorge Lanata (que se centra en el niño MM, quien, al parecer, empezó a indagar obsesivamente desde el día en que descubrió que le habían mentido): “No hay nada peor que un niño cuando entra en cortocircuito con el mundo. ¿Por qué le dijeron que todos éramos iguales? ¿Quién le enseñó que la justicia era justa? ¿Quién fue el responsable de meterle en la cabeza que la libertad existe?”
Es harto necesario el reconocer que, todo aquél que se anime a ver o leer alguna producción de MM, percibirá, sin esforzarse mucho, que toda esa bien ramificada maraña de datos (aderezada con abundantes sarcasmos), esconde un peligroso maniqueísmo. Por eso, no podemos –¡no debemos!– tomar a pie juntillas todo lo que Moore nos dice en cualquiera de sus célebres trabajos: hay, antes que nada, que cotejar información para no caer en el despropósito al que, casi siempre, suele llevarnos el poder de persuasión de una producción –sea esta ensayística o cinematográfica– tendenciosa (¿intereses políticos subrepticios?).
Lo cierto es que si “Fahrenheit 9/11” sigue convocando masivamente a los estadounidenses como lo viene haciendo hasta el momento, Michael Moore puede resultar siendo decisivo en las próximas elecciones de noviembre, donde compiten Bush y el senador demócrata John Kerry. Sólo el tiempo dirá si los norteamericanos se animan a darle por segunda vez la banda al actual presidente del país de la tarta de manzana... Por estos días, algunas palabras que pronunció el propio Bush han tomado un efecto bumerán: “Búrlate de mí una sola vez, ¡abochórname! Pobre de ti, probablemente no podrás hacerlo otra vez” (¿será, acaso, esto lo que los estadounidenses le digan en las urnas?).
© Orlando Mazeyra Guillén, 2004.



BlogsPeru.com


LA VERDAD HIRIENTE Y CONTUNDENTE

RÉQUIEM POR PERÚ, MI PATRIA

A través de toda nuestra sinuosa vida republicana, nunca dejó de ser notoria esa inveterada malquerencia nuestra por las grandes y punzantes verdades que, subrepticiamente, atribulan –aparte de condenar– a nuestro irredento país. La historia de este pandemonio que tozudamente todavía llamamos Perú es, querámoslo o no, la historia de la frivolidad hecha patria, del sempiterno escamoteo de nuestras más execrables vergüenzas nacionales (¿para qué mostrarlas? Mejor soslayarlas para evitar contratiempos, ¿no es cierto?).
Perú: país de opereta, país donde todo lo que linda con lo absurdo adquiere de inmediato derecho de ciudad: lo sustancial nos repele, y lo intrascendente nos abruma y atrapa... País de vastas llagas virulentas –revísese, para más señas, el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación– que preferimos ignorar con olímpica indiferencia.
Herbert Morote (Pimentel, 1935) es uno de los pocos peruanos que, desembozadamente, quiere “enfrentarnos con lo que sí duele, con lo que se ocultó en el sótano de la memoria”. Para él fue trágico descubrir que todo lo que le enseñaron sobre su –¡nuestra!– patria era falso; su desmedido afán por corregir nuestra viciada historia nacional lo llevó a componer un “Réquiem por Perú”, valiosísimo ensayo que, según Alfredo Bryce Echenique, “debería ser lectura obligatoria no sólo para todos los peruanos, sino también para todos aquellos que pretenden penetrar sin anteojeras en las mil y una falsificaciones de la realidad peruana”.
En una sincera nota liminar, el autor confiesa que no pretende agradar al lector (¿desde cuándo las más terribles verdades son agradables para alguien?), sino, más bien, desearía que, este ensayo, al leerlo duela, y duela tanto como a él le dolió escribirlo. Y, en definitiva, el libro cumple su objetivo: ¡duele! Habría que tener sangre de pato para mostrarse indiferente ante esta imperdible pieza ensayística que no rehuye a ninguno de nuestros complejos, vicios ocultos, fobias e inclinaciones perversas. Morote practica una especie de autopsia a una inefable patria que cree irremisiblemente muerta: “lo más seguro será que aquellos que protesten por la autopsia sean los mismos que contribuyeron a su muerte”.
El libro es, también, una vacuna contra la amnesia. Nos recuerda que “hemos olvidado los nombres de los ladrones, embusteros, sinvergüenzas, incapaces y traidores. Queremos recordar lo que no tiene importancia social”. Más adelante, habla sin cortapisas de nuestros “erróneos” símbolos nacionales: “los símbolos de mi patria son el Himno Nacional, la Bandera y el Escudo. Un cínico podría decir que representan fidedignamente nuestra condición hipócrita, superficial y falsa”. Morote llega al extremo de ridiculizar, con atendibles fundamentos, a nuestro Himno Nacional: música bonita con un contenido mendaz (“…libertad en sus costas se oyó” ¿dónde quedaron las primigenias rebeliones andinas de José Gabriel Condorcanqui? Lo peor de todo es que tuvo que aparecer un movimiento terrorista que exhume nuestro convenido olvido para todo lo que tiene ver con el mundo andino. ¿Se merecía eso Túpac Amaru?).
El Perú está muerto. ¿Quién lo mató? En una parte del libro descubrimos que la primera herida mortal provino de una bayoneta: “Uno de los instrumentos legales que hasta hace poco se utilizaba para someter al pueblo era el SMO. La leva sólo la cumplían los indígenas, a quienes arrancaban de sus pueblos en las formas más crueles y violentas, y los jóvenes de humilde extracción. Ninguna persona ‘decente’ servía en el ejército (esto sigue vigente). Los militares se burlaban de los sorteos, de sus propios reglamentos y de cualquier orden legal, sólo escuchaban a su entorno y a todo aquel que podía sobornarlos para rescatar a sus hijitos del SMO”.
La página 64 nos muestra un país plagado de gentes que, dentro de la personalísima taxonomía de Morote, pertenecen a lo que él considera un veneno mortal. Son los “limeñitos de m…” (LDM). El típico LDM se cree poseedor de los derechos inherentes a su estado social. Mira por encima de las cabezas de todo el resto. Para él los otros son cholos o brutos o pobres o indios, y afirmaría con orgullo el malvado dicho de que “el indio nunca es bueno, cuando es bueno nunca es perfecto, y cuando es perfecto siempre es indio” (sería conveniente aclarar que LDM no los hay sólo de la capital; los hay también arequipeños, tacneños, trujillanos, etcétera). Para Morote el impresentable Cipriani, prejuicioso y homofóbico, constituye “la sublimación del LDM, su epítome, su glorificación, es decir su ¡Gloria in excelsis Deo! Él cree que su nivel intelectual lo deja fuera de cualquier parámetro terrenal”. Tan superior se cree que se jacta de haber hecho pública su opinión de que los derechos humanos no son más que una palabra soez.
También pululan los “criollitos de m…” (CDM). Si el LDM habla en voz alta, el CDM puede pasarse callado todo el tiempo esperando que nadie lo vea rayar un auto, romper la luna, robarse cubiertos de su anfitrión, engañar a su vecino, etcétera. “Así como el cardenal Cipriani es el sumo pontífice de los LDM, Vladimiro Montesinos es el más bajo, rastrero, canalla y miserable de los criollitos de m…”.
“Réquiem por Perú, mi patria” (Palao Editores, 2004), es la mirada incisiva de un peruano que aborda todo y no se calla nada: el mito de los ricos, nuestra horrible capital, nuestros pésimos gobernantes, los falsos héroes, el pernicioso racismo, el terrorismo, nuestros intelectuales, los religiosos, los poderes del estado… “Estoy agotado de analizar heces”, confiesa en el último capítulo, y el lector, culto o profano, es copartícipe de ese sentimiento.
Herbert Morote, a lo largo de las 285 páginas de su ensayo, nos trata de mostrar esa verdad que, hiriente y contundente, habla largo y tendido de nosotros; de lo que fuimos, de lo que somos, de lo que algún día –por nuestro propio bienestar, individual y colectivo– debemos dejar de ser.
© ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN, 2004

EL MOTOR DEL PROGRESO UNIVERSAL

Diario EL PUEBLO, 30 de junio de 2004

Para intentar sondear cómo ha influido el libro en la edificación de la sociedad actual, inicialmente tendríamos que formularnos una difícil interrogante: ¿acaso la raza humana hubiera podido alcanzar los niveles de progreso y desarrollo que hoy ostenta, sin tener al libro como la piedra angular de la preservación y difusión del conocimiento? La respuesta que disipe esta duda no debe admitir un no rotundo, porque, si nos imaginamos un mundo exonerado de los libros, necesariamente tendríamos, también, que elucubrar una civilización en la que exista algún otro medio de transmisión del saber, que sea tan práctico y portentoso como lo es el libro.
Hoy, en los albores del siglo XXI, el medio más utilizado para el transporte y enriquecimiento del conocimiento sigue siendo el libro; es cierto que la red de redes (internet) se va erigiendo como el canal fundamental para la obtención, procesamiento y distribución de la información, y, por tanto, el libro parecería estar condenado a una lenta e inminente extinción. Pero, de ninguna manera debemos olvidar que éste tan sólo ha cambiado de forma: ese conjunto de páginas acondicionadas con textos e ilustraciones, ahora adopta un formato electrónico que le permite mostrar ese conocimiento a través de las pantallas de un ordenador. Al fin y al cabo, este necesario devenir no es en desmedro del libro en sí. Antes bien, es su afirmación en su espacio y en su tiempo.
Y, ¿cómo podemos valorar la importancia del libro en nuestra vida diaria? De infinitas maneras. Pero hay una muy sencilla: si queremos, por ejemplo, saber el significado exacto de la palabra ‘libro’ tenemos necesariamente que consultar un libro que, en la lengua de Cervantes –cuya obra capital, El Quijote, lo inmortalizó gracias al libro en el que plasmó sus profusas fabulaciones–, conocemos como diccionario. El ‘mataburros’ es un inmejorable exponente de la necesidad de los libros en la construcción de las sociedades cultas y en la destrucción de las sociedades ágrafas.La aparición del libro no sólo ha ayudado (y aún, todavía ayuda) en gran medida a la alfabetización de los seres humanos y a la desaparición de esa pérfida oposición sistemática a la difusión de la cultura en las clases populares que es el oscurantismo; el libro, en sus diversos rubros, ayuda a algo fundamental e irrenunciable en el ser humano: ¡ser libre! El aprendizaje intelectual de la libertad y su difícil –pero muy necesario– ejercicio sólo se logra gracias a los libros que uno lee en el transcurso de su vida. Acá entra a tallar la literatura, que no sólo nos ayuda a cultivar la libertad, también nos hace ser conscientes de nuestras limitaciones e imperfecciones.
Mario Vargas Llosa nos dice que las buenas ficciones pueden, en muchos casos, generar una actitud de rebeldía ante la autoridad, las instituciones o las creencias firmemente establecidas. Por eso la Iglesia –cuya fe descansa sobre las páginas de, quizás, el más famoso de los libros: la Biblia– siempre desconfió de las novelas e inventó a la Inquisición, oprobiosa institución que sometió a estricta censura a muchos libros y llegó al extremo de prohibirlos en sus colonias durante centurias.Al igual que la Inquisición, todos los gobiernos que tienen como objetivo controlar la vida de los ciudadanos han desconfiado de muchos libros –en especial de las ficciones– y los han defenestrado de sus territorios mediante la censura.
A MVLL también le parece persuasiva la tesis de que los incas no quisieron conocer la escritura –y mucho menos los medios de transmisión del conocimiento como lo son los libros–, porque constituía un peligro para su “sociedad regimentada y burocrática, de hombres hormigas, en los que el rodillo compresor omnipotente anuló toda personalidad individual”. ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a sacrificar nuestra libertad personal en pos de la justicia social? ¿Cuán imperfecta era la vida durante el Incario?
Es inútil pretender cuantificar la relevancia que ha tenido el libro como herramienta al servicio del hombre, porque sus bondades son tan profusas como insoslayables. El libro es el mejor medio que se ha inventado para difuminar la cultura y el progreso en las diversas generaciones de seres humanos. Sería útil, y sobre todo aleccionador, pensar en la no existencia de libros capitales: ¿cómo sería el mundo si no existiese la Biblia? ¿Cómo hubiese sido el mundo si Marx no hubiera elucubrado “El capital”, Cervantes “El Quijote”, Adam Smith “La riqueza de las naciones”? La respuesta más huidiza e inconveniente sería aseverar que el mundo sería distinto, pero, ¡nunca!, jamás la respuesta involucraría un adjetivo benevolente. Porque si somos conscientes de que vivimos en un mundo plagado de antípodas, de extremismos bárbaros que nos escarapelan, de fanatismos inútiles y diferencias abismales; debemos ser conscientes también de que la mejor herramienta para mejorar el mundo o hacerlo menos imperfecto es el libro.
Los más encumbrados intelectuales van afianzando sus diversas posturas gracias a los libros: en sus insaciables lecturas descubren a sus mentores. (Fueron los libros los que permitieron que Mariátegui conozca y emule a Friedrich Nietzsche, lo mismo pasó con Vargas Llosa y los galos Sartre, Camus y Flaubert.) Pero, si el libro es uno de los grandes motores del progreso universal, ¿por qué la gente cada vez lee menos? “Porque… no hay tiempo para leer”, murmurará algún despistado (con un control remoto en la mano).
© ORLANDO MAZEYRA, 2004