2004/11/11

EL DICCIONARIO DE LOS RECUERDOS

“La mejor manera de librarse de una tentación es caer en ella.”
Oscar Wilde

I

Ayer, hasta antes de ese inédito suceso (que motivó el parto de este verídico e íntimo relato), mi estado corporal arrojaba una terna de breves diagnósticos: mi atolondrada cabeza lucía exenta de inquietudes, mi estómago vagamente irritado y mis pies bastante fatigados. Acababa de regresar de la soporífera misa dominical a la que asisto, puntualmente, todos los fines de semana, en compañía de mi inefable abuelo Santiago… Y tengo que confesar que los domingos no son nada generosos conmigo: después de empujarme no menos de cincuenta minutos escuchando de pie la impetuosa prédica de un curita rollizo, me tengo que someter a una maratónica caminata que me deja, literalmente, hecho añicos.
«Las caminatas me ayudan a sentirme vivo», me repite varias veces mi abuelo, mientras intenta trotar sin éxito. Vivimos exactamente a trece extensas cuadras de la acogedora parroquia que regenta el padre Nicanor Escudero; y, gracias a este proverbial y saludable vicio de mi añoso abuelo, ya me conozco de paporreta hasta las más sutiles imperfecciones de las maltratadas aceras que nos conducen a casa... Pero (recalco nuevamente que) ayer no fue un domingo común y corriente… Fue más bien un domingo sui géneris, un día que me trajo remembranzas que parecía tener olvidadas por entero; pero que siguen allí: revueltas en alguna caprichosa esquina de mi empolvado e intangible baúl de recuerdos.
Los domingos, lo común es que, apenas llegados a casa, tomemos una pequeña siesta para recuperar las fuerzas (y las ganas de vivir). Pero, ayer al abuelo se le ocurrió inventar una actividad de índole cultural. «A partir de hoy vamos a enriquecer nuestro vocabulario», me dijo mientras me entregaba un pesado mamotreto de color rojo. Cuando le eché una ojeada a la tapa –que presentaba unas raquíticas letras de color mármol–, lo identifiqué al instante: era el diccionario Karten que muchas veces utilicé para desarrollar las tormentosas tareas que me dejaba en el colegio mi exigente profesor de Lengua y Literatura, Pedro Torres.
«He notado que te expresas con mucha jerga», me dijo señalándome y frunciendo el ceño con ínfulas inquisidoras. Luego me advirtió que utilizando un lenguaje vulgar no llegaría muy lejos en la vida, y me invitó a aprender una nueva palabra cada día para robustecer mi vergonzosa dicción. «Esto va a ser como un jueguito educativo –me dijo, levantando ligeramente la voz–. Tomas el diccionario, abres una página al azar y lees el significado de la primera palabra sobre la que descansen tus ojos, ¿entendido?» Cuando estaba a punto de decirle que su juego me parecía bastante idiota, me sacó el libro de las manos y empezó a efectuar las tareas que me había indicado: tomó el libro, abrió una página al azar y me preguntó:
–¿Tú sabes el significado de la palabra ilibio?
–No –le dije rascándome la cabeza y sintiéndome un completo ignorante.
–Ilibio es un insecto coleóptero, que habita en las aguas estancadas –me dijo calmosamente, luego cerró el diccionario con una energía innecesaria, me lo entregó y dictaminó–: Ahora te toca a ti.
Hasta ahora no entiendo por qué me asusté: sí, sentí que un insondable miedo se apoderó de mí. Parece absurdo, pero cuando tuve el diccionario en las manos no quise abrirlo. Creo que mi abuelo no lo percibió en mi rostro, porque hizo tronar los dedos de su arrugada mano y me apuró:
–¿Qué es lo que estás esperando? –me preguntó con inocultable molestia.
–Nada, sólo estaba pensando… –alcancé a murmurar.
Abrí el diccionario casi a la mitad, y la primera palabra que mis ojos auscultaron ¡ya la conocía! Me sentí sabio, invencible, infinitamente feliz.
–¡Ya la conozco! –le dije sonriendo a mis anchas.
–No importa –me dijo moviendo la cabeza–. Lee su significado de todas maneras.
–Paja: caña de trigo, cebada y otras gramíneas, una vez seca y sin grano.
Apenas terminé de leer el significado de la palabra me empecé a reír. Al abuelo le desagradó mi descontrolada y copiosa hilaridad y, por eso, resolvió cortarla al instante:
–¡Silencio! –me dijo, enervándose y deformando la cara–. Me puedes decir cuál es el motivo de tu risita.
–Ninguno –le dije un poco atemorizado–. Lo que pasa es que ése no es el único significado de la palabra paja.
No sé si el abuelo alcanzó a asimilar lo que traté de darle a entender; pero me consuela saber que mi inútil comentario sirvió para ponerle fin a la adormecedora actividad en la que nos habíamos enfrascado. «A veces no te entiendo, muchacho del Señor...», me dijo antes de encender su puro. Empezó a fumar y a comentar sobre lo mal que andaba el país por culpa de todos sus desbrujulados compatriotas.
«La paja es la masturbación», pensé mientras oía al abuelo despotricar contra el país y los politicastros. A los pocos minutos, dejé al abuelo con el pretexto de ir al baño. Fui al escusado con el diccionario en las manos. Quería masturbarme, hacía semanas que no lo hacía.
«¿Sabrá el abuelo lo que es ‘correrse la paja’? –me pregunté inocentemente–. ¡Claro que lo sabe!… Es más, estoy seguro que todavía se masturba…»
Muchas preguntas frívolas acerca de la masturbación empezaron a aletear por mi cabeza y me quitaron las ganas de tocarme. Ese diccionario me había traído viejos recuerdos. Y por eso, en vez de masturbarme, recordé como se gestó mi primera masturbación.





II

Fue en segundo de media, el año en que mi chistoso e inolvidable amigo Marín Medina –apodado «el Cabezón», por su prominente testa–, me preguntó solapadamente después de una anodina clase de Educación Sexual:
– Oye Duarte, ¿tú ya te jalas la tripa?
– ¿La tripa? No hables sonseras Cabezón –le respondí medio atontado. Yo no le entendí nada, creía imposible poder jalarme un órgano que estaba encerrado en las cavidades de mi cuerpo; me pareció una pregunta bastante idiota. «¿Me estará jugando una broma?», me pregunté sin encontrar respuesta.
–No te hagas el gil –me dijo el Cabezón, con una mirada severísima y bajando el tono de su voz–. ¿Alguna vez te has corrido la paja?
Allí recién me di cuenta que se refería a la masturbación. Yo, asustado y más confundido aún, le dije que no, que nunca en mi vida lo había hecho. Pero, de pronto, sentí un irreprimible hormigueo en toda la piel; me invadió una morbosa curiosidad por saber si él lo había hecho, y, casi inmediatamente, le pregunté (notoriamente aturdido):
– ¿Tú sí te has pajeado, Cabezón?
– ¡Claro, es rico! Se siente de puta madre –me respondió orgulloso, y empezó a sonreír pícaramente.
Yo le advertí que eso era malo y que de seguro él era el único de la clase (¡y tal vez del colegio!) que había llevado a cabo tan repudiable acto. El Cabezón me miró con infinito desdén. Me dijo que era un pobre cucufato y que no era digno de ser su amigo, luego me comparó con los más torpes e idiotas de la clase, entre ellos, el mejor exponente era mi lerdo compañero Joaquín Carrillo.
– ¡Me das asco, mierda! ¡Eres un idiota! –recuerdo que me decía muy convencido–. Hasta el imbécil del Carrillo se la corre todos los días.
Me aseguró que yo era uno de los pocos infelices que «no gozaba como los machos jalándome la tripa». Yo traté de aparentar firmeza, quería ocultar mis nervios pero no podía hacerlo: mi bochorno era algo incontenible. Respiré hondo antes de decirle que todo lo que él fanfarroneaba eran puras mentiras y lo amenacé con acusarlo con el profesor:
– ¡Basta! ¡Cállate! –le decía para que ya no me molestase–. Ahorita me paro y le digo al Hermano Gabriel para que te castigue por morboso.
Él, cansado de mi obcecada incredulidad, me dijo que era un pobre maricón y me retó a hacer una rápida encuesta: me ordenó preguntar a todos los de mi alrededor si es que se masturbaban:
–¡Pregunta! ¡Pregúntales pues, estúpido! –me increpaba, alterado, y empezó nombrar a mis circunstantes–: Al Cuadros, al Álvarez o al Rivera. Para que veas que también se pajean, tú eres el único que no se la corre… ¿No te das cuenta? Eres un anormal... Seguro no se te para.
Sentí temor, me temblaban las piernas. En esos insufribles momentos yo acusaba un enorme vacío en el estómago y se me empezó a secar la boca. Crucé nerviosamente los brazos y le dije que yo de ninguna manera efectuaría esa engorrosa pregunta; eso para mí era una total e inaceptable falta de respeto, y que ¡no!, no lo haría. El Cabezón me empezó a hacerme muecas como si yo fuese un ser repelente, algo peor que una carroña viviente… Después, inexplicablemente empezó a reírse con muchos bríos mientras murmuraba que «no se me paraba el payaso». Finalmente, me hizo un movimiento despectivo con su mano derecha (como mandándome, sin preámbulos, directo al tacho de la basura que descansaba en una esquina del aula), y se puso a conversar con Lino Cuadros acerca de lo inepto que yo era.
Mientras lo miraba con un odio creciente, intuí que él tenía la razón y que yo era el único equivocado: me había eclipsado. Me hizo sentirme un infeliz... un cobarde, un triste afeminado.
En esos amargos (o tal vez lúcidos) instantes recordé que cada vez que ojeaba placenteramente la sección de Amenidades –la penúltima hoja– de la revista Caretas, donde siempre aparecían guapas señoritas semidesnudas con enormes traseros y exuberantes pechos, me daban ganas de tocarme el sexo. (Yo trataba de entender por qué el hecho de ver tan rutilantes formas femeninas me hacía sentirme bastante ‘contento’. ¿Eran, tal vez, los primeros indicios de la excitación y del más diáfano placer erótico?)
La caliente e inquietante conversación con el Cabezón, me dio el decisivo empujoncito anímico que necesitaba para tomar la inolvidable determinación: ¡el sábado me la tengo que correr!
Y así fue: una tarde sabatina, encerrado en mi habitación, y en medio de innumerables e insinuantes fotos –que rigurosamente seleccioné y recorté ocultamente de varias ediciones de Caretas–, me corrí, por primera vez (y en forma satisfactoria), la paja… Hasta antes de ese remoto día, el hecho de frotarse el pene con la mano resultaba para mí, un asqueroso acto sólo digno de los peores violadores y de los más repudiables pervertidos sexuales. Pero luego, por pura conveniencia personal, sólo lo consideré un simple y perdonable pecadillo que, entre otras cosas, te condenaba a ir al baño para lavarte las manos (una vez terminada la placentera y solitaria faena).
Parece estúpido, pero ahora (y no sé por qué extraña razón) siento que desde aquel sábado, extinto por el irremisible paso de los años, guardo una relación muy visceral con ese enorme diccionario: siento que cada palabra que hay allí me traerá inmediatamente un recuerdo (o me llevará a hacer cosas que nunca hice por absurdos e inconfesables temores puritanos).
Es, pues, el diccionario de los recuerdos, de mis recuerdos, y nada más.

1 comment:

ADLE said...

el efecto medication... y no por lo anfótero precisamente.