2006/09/21

La muerte siempre está

La muerte es, para mí, una de esas obsesiones tenaces que sabes que, hagas lo que hagas (y como Reyna a Maradona en 1985), siempre van a estar soplando tu nuca. Y, en cierto sentido, estoy agradecido por eso. Sólo quien valora la vida tiene miedo de morir.

No sé cómo hacerlo -talvez este relato sirva en algo-, pero hay muchas cosas que tengo que agradecerle a la vida, y, a su vez, tengo muchas cosas que agradecerle a la muerte (a mis pequeñas muertes personales y a las grandes muertes ajenas). Vida y muerte: de ambas aprendo… y a ambas estoy atado desde que nací (¿y hasta que me muera?).

Intuyo, como en el relato que es motivo de este post, que la muerte nunca es buena: es fría y oscura, es invierno eterno que entumece músculos y es, también, aura ponzoñosa que, en realidad, nos mata a todos. De a poquitos o de a pocazos, pero nos mata a todos. Porque la muerte de tu padre te mata un tanto, la muerte de tu abuela te agota otro poco y así sucesivamente… hasta que la muerte grande –la definitiva– disuelve a las pequeñas… para morir con ellas.
¿Hay que temerle a la muerte? Desde luego. Hay que temerle amando a su contracara -la vida, la que nos permite ser conscientes de nuestra finitud-; hay que temerle con un temor que, en el fondo, abrigue una esperanza. La esperanza de que también ella sea buena como esa suerte de sediciosa ingravidez que desvanece los sentidos... tan buena como esa sensación que me empujó a escribir LA MUERTE SIEMPRE ESTÁ, relato dedicado a María Jesús, mi abuela.
Lee el relato haciendo clic aquí.

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