2006/09/04

Travesuras de la niña mala



La reseña que hizo Johnny Zeballos acerca de la última novela de Mario Vargas Llosa, la leí en El Hablador hace una semana y, hasta hoy -que acabo de leer el blog de Gustavo Faverón-, me estuvo dando vueltas por la cabeza. Para liberarnos de algo, a veces no nos queda otra cosa que escribir... una buena oportunidad para volver a postear.
Luego de leer los más de diez extensos párrafos, me sentí decepcionado y hasta quizá estafado (porque no encontré nada de lo que mi lectura personal me dejó; seguramente yo estaba pidiendo demasiado y hacía mal en desestimar una crítica por el simple hecho de no estar en sintonía con, digamos, mi ‘reseña privada’).
A mitad de la reseña me topé con algunas afirmaciones (“en Travesuras de la niña mala, el notable escritor parece rivalizar con Alfredo Bryce Echenique”) que me llevaron a preguntarme si acaso el autor de la misma había leído cabalmente la novela de Vargas Llosa. Me pareció que no. En todo caso, la había leído mal.

Si Zeballos, en primer lugar, hubiera prescindido del autor, su crítica sería distinta a la resultante, que miente, Pero miente mal, porque aborda cualquier novela menos Travesuras de la niña mala.
Soy realista, en mis novelas trato siempre de mentir con conocimiento de causa”, dice el narrador –alter ego de MVLL- de Historia de Mayta. Y creo que eso lo podría suscribir cualquier buen crítico o reseñista, porque la crítica, si es audaz y atrevida (y más allá de su rigor y academicismo), también miente, porque da una visión singular, sesgada, única; en donde también están inmersos los prejuicios, las aversiones, las fobias, pasiones y desencantos del crítico.
La crítica puede ser valiosísima para adentrarse en el mundo y las maneras de un autor, y, a veces, un ensayo crítico constituye en sí mismo una obra de creación. Ni más ni menos que una gran novela o un gran poema”, nos dice MVLL en Cartas a un joven novelista.

Quizá pido mucho y, a su vez, confundo la reseña con la crítica erudita. En realidad, no pido nada: exijo que un reseñista mienta –está en su pleno derecho– con conocimiento de causa. Hablo de argumentos certeros e inferencias edificantes, y no de píldoras para el bostezo y la repulsa.
Yo no soy un crítico, ni cuento con las armas para serlo, pero, a mi manera y para vindicar un libro que he disfrutado de principio a fin, puedo decir que en Travesuras de la niña mala, Vargas Llosa se sirve de una historia de amor para explorar la naturaleza de la ficción y para dar cuenta, subrepticiamente, de sus razones e inseguridades literarias (hablo de lo que lo ha llevado a dedicar toda una vida a la invención de historias): “vivir en esa ficción le daba razones para sentirse más segura, menos amenazada, que vivir en la verdad. Para todo el mundo es más difícil vivir en la verdad que en la mentira (…) todos quienes viven buena parte de su vida encerrados en fantasías que construyen para abolir la vida verdadera, saben y no saben lo que están haciendo”.
Esta novela, más allá de dejarme un testimonio ondulante acerca de la peripatética e insufrible aventura amorosa de Ricardo Somocurcio con su niña mala, me permite comprender que toda una vida no basta para develar de dónde nace, por qué lo hace, y hacia dónde va la voluntad de crear; me da, también, nuevas señas para reinterpretar o mirar de otra manera, libros como El pez en el agua; para entender que apuestas desbocadas por la trashumancia y el cosmopolitismo hacen de los apátridas a rajatabla una especie de seres etéreos, porque están y no están, pues ya no pertenecen a ningún lado: “allá [en Europa] , he terminado por convertirme en un ser sin raíces, en un fantasma. Nunca seré un francés [o un español], aunque tenga un pasaporte que diga que lo soy. Allá seré siempre un métèque. Y he dejado de ser peruano, porque aquí [en Lima] me siento todavía más extranjero que en París”.
Ricardo Somocurcio es, como el autor de la novela, más que un individuo libre, un alma sensible. Envidio mucho esa sensibilidad que muchas veces nos hace falta para poder comprender o reseñar una novela. A veces contamos con muchas armas, pero no con el calibre imprescindible.

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