2007/03/25

BUSCO UN RETAZO DE FELICIDAD EN LA HOJA EN BLANCO (*)







Miércoles siete de marzo, cuatro de la tarde. El sol vespertino que intenta burlar a las persianas de la habitación, me hace recordar que en Lima me espera mi primer libro que acaba de salir de la imprenta. Miro el calendario y me sacudo de la modorra laboral. Pienso en silencio: mañana, ocho de marzo, tengo que presentar mi libro en un local miraflorino que jamás he pisado y que tengo miedo de pisar… sí, tengo miedo… el maldito miedo escénico se apodera de mí, lo noto en la palma de mis manos que empiezan a humedecerse y lo percibo, también, en el latido de mi corazón que, infatigable, empieza a galopar sin mi consentimiento.

Y es que nunca he presentado un libro, jamás me he dirigido a un público, a una sala atestada de gente que me presta atención, nunca en mi vida he podido decirle a nadie: “TOMA, ESTA ES MI OBRA, LÉELA Y ESPERO QUE TE GUSTE”.
Ahora mi libro ya es una realidad, y caigo en la cuenta de que no he preparado nada, ningún texto, ninguna idea.
Tengo, de una vez, que preparar algo… por eso, y a pesar de que empieza a sonar el teléfono de la oficina, decido alejarme de todo y de todos, liberarme de un agobio llamado "trabajo": empiezo cerrando el messenger y, de inmediato, siento que pierdo ese halo de omnipresencia que me permite chatear con toda la familia: con Karen que ya lleva varios años viviendo en Estrasburgo (la principal ciudad alsaciana del este de Francia); con María Ursula que, desde hace poco, radica en Alcossebre (un acogedor pueblito costero de Castellón, España); y con mi madre que me espera con las maletas listas en Cerro Colorado (el tradicional distrito arequipeño en donde vivo y en donde vivieron –y murieron– mis abuelos)… Ahora que cierro el Messenger vuelvo a sentirme estafado, engañado; quizá el messenger es, también, una buena ficción, como esas novelas totales que te hacen creer que estás con todos (y en todos lados), cuando, en realidad, estás solo… panorámicamente solo (como diría el genial Ernesto Sábato).
El Messenger ha desaparecido (y mis contactos también). Pero todavía me quedan ventanas… ventanas y más ventanas (una agazapada detrás de la otra): me desconecto de la base de datos y, luego, cierro el Excel y guardo todas las modificaciones que hice en los formularios y reportes.
Dejo de lado las hojas de cálculo, el Oracle y el SQL, la maldita cotidianeidad del día a día marcado por aquello que Vargas Llosa llama "la rutina embrutecedora".
Por si todavía alguno no se dio cuenta, les aviso que soy programador de sistemas. El día en que me jodí como Zavalita, decidí abrazar la Ingeniería Informática ("la carrera del momento", le decían los despistados). Jugué a convertirme en ingeniero de sistemas sin saber que me estaba condenando a estar atado de por vida a un monitor que aniquila a mis ojos... y a un teclado que magulla a mis dedos. Con el ordenador llevo una relación tirante, novelesca: amor-odio. Cuando trabajo, la computadora se convierte en rutina, algoritmos, y aburrimiento (y yo me convierto en un autómata, y respondo a reflejos condicionados como el perro de Pavlov); pero, cuando quiero ¡ESCRIBIR!, todo cambia. Cierro todas las ventanas, abro el WORD y, a continuación, escribo la primera sentencia que se me venga a la cabeza.
¿Y qué voy a escribir ahora? ¿Cuál es la primera oración que me llama en esta tarde y me invita a escribir? Una muy simple, escuchen:
"La vida es un paréntesis entre dos nadas". Esta frase me pertenece, aunque debo confesarles que yo no tuve el placer e inventarla. " La vida es un paréntesis entre dos nadas" Insisto: la frase me pertenece tanto como los siguiente títulos: La Tregua, Réquiem con tostadas o La muerte es una joda. La primera, una hermosa novela disfrazada de diario personal; los otros, un par de cuentos tan inolvidables que me persiguen entresueños. En suma: tres historias que me pertenecen sin ser necesariamente yo el autor de las mismas.
Estoy seguro de que todos los presentes entienden lo que trato de decir y no necesitan que los adormezca con mayores explicaciones, porque los libros que nos marcan para siempre, son aquellos que nos dan un paréntesis entre dos vidas: una anterior (previa a la lectura), y una distinta, posterior a ese peligroso punto final de la ficción de turno que nos regresa al mundo real.
El paréntesis se abre cuando una ficción te absorbe tanto que te sumerge en las páginas y te confunde entre los personajes: tú, el lector de turno: sientes que te desdoblas en cada párrafo, te difuminas en cada diálogo, te expandes en cada descripción. Estás dentro de un paréntesis atemporal y eres una catarata de sucesos que ignoras pero que te afectan… te afectan tanto como a mí me afecto el descubrir a la muerte, y verla cara a cara, en el cadáver de mi abuela.
Y es que cuando yo era niño todo era simétrico, perfecto. Mi inocencia me hacía pensar que que Dios grande, inmenso, y mis padres inmortales (aunque la palabra "inmortales" sea, en este caso, poco afortunada; mi padres no podían ser inmortales, simplemente eran ¡ELLOS!, vigorosos, lúcidos y eternos… porque la muerte no existía...
Yo tendría unos diez años. Era sábado por la noche y mis padres se habían ido a una fiesta (el matrimonio de una prima, creo). Nosotros, sus cuatros hijos los esperábamos viendo juntos un programa televisivo que siempre nos atrapaba: “MISTERIOS SIN RESOLVER”.
La historia de esa noche, hablaba de dos esposos que salieron de su casa a una fiesta, pero que, lástima, algo les pasó y nunca más volvieron, desaparecieron, y días después los encontraron muertos. En ese instante, yo miré a mi hermano menor y le pregunté: ¿eso les puede pasar a mis papás? No me respondió, no hacía falta: la realidad ya me había pegado un cachetazo contundente: Dios ya no me parecía tan GRANDE y mis padres ya no eran eternos... yo tampoco... la vida era una estafa, un sueño frustrado, maniatado, postergado, apagado… la muerte se había inoculado para siempre en mi estadio espiritual.
Y le tememos a la muerte porque amamos el vivir. "Hoy me gusta la vida mucho menos, pero siempre me gusta vivir", lo dice Vallejo en el arranque de un poema que termina así:
Me gustará vivir siempre, así fuese de barriga, porque, como iba diciendo y lo repito, ¡tánta vida y jamás! ¡Y tántos años, y siempre, mucho siempre, siempre, siempre!
Creo que es el temor a la muerte lo que, de manera determinante, me ha lanzado a la escritura. Yo, al igual que el maestro Onetti, cuando era todavía un muchacho tuve un descubrimiento terrible; descubrí que todas las personas que yo quería iban a morirse algún día, de esa impresión no me he repuesto todavía, no me repondré nunca. Por suerte, ahora puedo abrir el primer ejemplar de mi libro, que salió hace pocos días de la imprenta, y en esas páginas encuentro -más que frases elaboradas o historias memorables- una victoria simbólica: mi revancha ante la muerte... mi primera revancha, porque, sin duda, vendrán más. Puedo morirme mañana pero quedarán mis historias, invictas, esperando ansiosas a un lector que talvez no llegue... pero si llega le habré ganado otra vez a la muerte. Lo que trato de decir es algo que ya dijo en alguna ocasión Reinaldo Arenas: la muerte siempre ha estado muy cerca de mí; ha sido siempre para mí una compañera tan fiel, que a veces lamento morirme solamente porque entonces talvez la muerte me abandone para siempre.
Y si les hablo de Arenas, también tendría que hablarles de Sábato y El Túnel, Loayza y Otras Tardes, Ribeyro y La Palabra del Mudo, Benedetti y La Tregua, Coetzee y sus memorias, Camus y El extranjero; y un largo etcétera que termina en mi libro y que comienza a partir de él.
No he leído a muchos, tampoco a pocos. Como lector me inicié con algo corto del Gabo de Aracataca y con una novela de Oswaldo Reynoso. Con "El coronel no tiene quién le escriba" descubrí que la mierda -hablo de esa palabra y de su significado- puede convertirse en un final memorable, y con Reynoso empecé a dudar de Dios y también de lo que me decía mi madre acerca del sexo y del placer. No fue una experiencia muy grata el convencerme de que En octubre no hay milagros...pero, por suerte, sí hay orgasmos... y, si uno quiere, no sólo en octubre, sino todo el año.
Aunque en mis cuentos no se note -o quizá sí- creo que soy más hijo de El Rosquita de LOS INOCENTES que de el Zavalita de CONVERSACIÓN EN LA CATEDRAL; pero la literatura de Mario Vargas Llosa me ha nutrido de un manera tan determinante que, para mí, no tiene parangón en mi panteón literario privado. Nunca voy a olvidar el día en que me enfrasqué, por primera vez, en la voraz lectura de un mastodonte vargasllosiano: "El pez en el agua", recuerdo que las páginas se agotaban irremisiblemente, pero las coincidencias crecían. Y llega un momento en que la admiración se agiganta tanto que se transmuta en un desbocado afán de peregrina emulación. Alberto Fuguet dice que él cree en las obras que le hicieron tener fe, que le hicieron creer que él también podía, que no estaba solo, que allá alguien afuera se parecía a él. Bueno pues, resumo todo en una oración: si hay alguien en el mundo que me hizo creer que yo también podía, ése es, sin duda alguna, Mario Vargas Llosa.
La vida es un paréntesis entre dos nadas, la frase se la escuché a otro Mario: Benedetti. Y, ahora, antes de cerrar este paréntesis que es la presentación de mi libro, y antes de volver a la rutina, quiero recordarles que hace 30 años ese genio del que les hablo logró lo que yo no puedo: encandilar a un auditorio. El Primer premio internacional Rómulo Gallegos ya tenía dueño: un escribidor arequipeño nacido en el Boulevard Parra había convencido a un jurado con una obra maestra cuyos personajes, a mí, me cambiaron la vida: cómo olvidar a la Chunga, a don Anselmo, a Lituma y los Inconquistables. LA CASA VERDE es una obra maestra con la que Varguitas ya alcanzó la meta: venció a la muerte. Yo, como autor, sueño con que alguna vez alguna de mis historias pueda escarapelar la piel de mis lectores, estremecerlos hasta el pánico, porque cada vez que recuerdo ese instante, me descompongo: Lituma, el buen Lituma, luego de retornar a su terruño, quería saber qué fue de su amada Bonifacia; y su amigo Josefino, después de algunas rondas de pisco, tomó valor y le espetó la –al menos para mí– insoportable noticia: “Se ha hecho puta, hermano. Está en La Casa Verde”.
Juro que a mí me dolió más que a Lituma, tanto así que creí no poder soportar lo que vendría de allí en más: solté el libro, me paseé, dando vueltas, por mi habitación y congestioné mi mente con probables desenlaces. Luego de pensar y repensar, lo supe: tenía que continuar con la lectura, porque no quedaba otra... ahora sé que tengo que terminar y no me queda otra. Cierro el paréntesis, y, en su ausencia, le doy las gracias Oswaldo Reynoso, gracias a él por hacerme creer que tenía una pizca de talento. Para él son estas historias que antes que mías son de Kelinda, la única persona que confío en mí y que me cambió la vida (y me la sigue cambiando). Gracias a los presentadores: al poeta José Gabriel Valdivia, al escritor Erick Tejada y a Patricia Pinto quien tuvo la gentileza de leer el texto que preparó José Luis Vargas.
Y, desde luego, gracias a todos los presentes por darme esta oportunidad de confesarles de que lo único que he aprendido –que estoy aprendiendo- a hacer más o menos bien, es buscar un retazo de felicidad en la hoja en blanco. MUCHAS GRACIAS.
(*) Texto leído en la presentación de mi primer libro: URGENTE: NECESITO UN RETAZO DE FELICIDAD

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