2007/03/04

La felicidad está en algún lugar del mundo que se llama Micaela


Cogitar. La palabra la escuchaste por primera vez en alguna película española.

Cogitar: eso es lo único que sabes hacer (o que crees saber hacer, que en tu caso vendría a ser lo mismo): reflexionar mirando al viejo tren de Enafer estremecer esas líneas férreas que atraviesan toda la Villa Hermosa; meditar mientras, trepada en el techo, buscas el último avión que despega de la ciudad.

Desde que aprendiste a odiar a tu familia intentaste correr a través de la línea del tren, correr con todas tus fuerzas hasta quedarte sin piernas, correr hasta perderte en el horizonte… o despegar de cara al viento emulando a esas aeronaves que nunca pisaste… pero –lo juras– que pisarás porque "la felicidad está en algún lugar del mundo que se llama Micaela".

Ayer viste por nosecuantésima vez La flor de mi secreto. Chavela Vargas te volvió agarrar desprevenida. Repetiste esa escena como cinco veces. En el último trago vendría a ser algo así como tu melodía de cabecera: porque nada te han enseñado los años, y porque siempre caes en los mismos errores… ¿Qué te queda, Micaela? Otra vez brindar con extraños y llorar por los mismos dolores.

De todas las que conozco, tú eres la única mujer que se atreve a beber en la mesa más solitaria de ese bar atestado de machotes arrechos y gorilas malhablados. Y sé que cuando los más desagradables empiezan a acercarse a tu mesa, para meterte letra, muestras esa sonrisa hipócrita que ayuda a lidiar con las presencias poco gratas:
–No, gracias –con suma cortesía–. Estoy esperando a una amiga.
–¿A quién? ¿A quién? –con insistencia–. Si siempre paras sola, flaquita.
–A alguien que sabe que estoy aquí, pero que no quiere venir.
–No te quiero ofender, amiga, pero… –prepara las palabras con temor; el temor de la falsa afabilidad–. Acá, he apostado con mis patas que eres lesbi', ¿eres machona, no?
–¿Te parezco machona? –sin perder la compostura.
–En verdad, sí.
–Y si te dejo sentarte en mi mesa y tomo contigo un par de tragos, ¿dejaré de parecerte lesbiana?
–Habría que ver…
Te paras de la mesa y haces tronar los dedos:
–Jaime, tráete otro par de cervezas heladas.
El tipo se queda de pie, callado y vagamente indeciso.
–Siéntate pues, ¿o te gusta conversar de pie? –le dices señalando una silla–. Vamos a tomar un trago.
–Gracias, amiga.
–Me llamo Micaela y no soy lesbiana, pero cada vez que veo a hombres como tú desearía serlo. ¿Tú cómo te llamas?
–César.
Te cuenta que es camionero. Hace servicio interprovincial trasladando maquinaria pesada. Secundaria completa, una conviviente a la que no ve hace un par de meses y un vocabulario por demás precario.
–Me gusta este bar –te dice a manera de confesión–. Hay de todo: algunos con pinta de choros, universitarios relajados, alguna que otra mancha con alguna chica bonita… viejos borrachos hay todos los días… pero nunca he visto a nadie más raro que tú, amiga.
–Césitar, ya te dije que me llamo Micaela. Y no soy rara… ¿Para ti qué es ser raro?
–La gente que hace cosas raras, pues, la gente que toma sola, por ejemplo.
–Tú nunca has tomado solo.
–No. Se toma con los amigos, con los vecinos, o con la familia. Eso de tomar solito es de alcohólicos, de gente con problemas, y yo soy una persona sana. No tengo vicios ni excesos.
–Mira tu barriga, César –le dices señalando con desdén su vientre–. ¿Cómo puedes decirme que no tienes excesos?
–Los camioneros comemos mucho, más de la cuenta. Pero es que nuestro trabajo es de machos, agotador… Ya te quisiera ver a ti, amiga, manejando un día entero a través de la pampa… No sabes pues, el sol es insoportable, no conoces. ¿Alguna vez has viajado?
–No –respondes con un relente de vergüenza–. Nunca he salido de la ciudad.
–¿Ves? Ahí está tu problema. Tienes que viajar, sobre todo tú que tienes pinta de aventurera.
***
No fue en tren ni tampoco en avión. Por fin te fuiste de la ciudad trepada en el camión de César. Eres una mujer muy impulsiva, las cosas no las piensas dos veces. En tu mochila llevas dos jeans, un par de polos, zapatillas y una polera gris. Además hay unos cinco DVD's piratas: todas son películas de Almodóvar; y en tu radio portátil un disco compacto con lo mejor de Los Rodríguez.
–Apaga tu radio, César, ahora vas a escuchar algo realmente bueno.
El camionero te sonríe y apaga de buena gana la radio. Tú pones las melodías de Los Rodríguez y le explicas que el tipo que las canta se llama Andrés Calamaro:
–Es argentino –le dices buscando toda su atención–. Y ojo que a mí no me caen los argentinos porque son muy atorrantes, presuntuosos. Pero Andrés es distinto: no parece argentino. Una vez en la tina de mi casa me las corté –agregas mostrándole las palmas de tus manos, las cicatrices asustan a César–. Me intenté suicidar escuchando ésta: se llama Algún lugar encontraré.
–No lo vayas a tomar a mal, pero tú estás media loquita, ¿no, Micaela?
–Sí –con un leve suspiro–. Todos los hombres que me dejan dicen que soy una loca, una enferma. Siempre utilizan las mismas palabras… Todos me dejan, yo nunca pude darme el lujo de dejar a nadie, ¿tú sabes lo que es sentir eso? Pero ahora, y gracias a ti, yo dejo todo y a todos: algún lugar encontraré.
–Ah, ya las paro. Te quisiste suicidar por culpa de un hombre.
–No, César –corriges presurosa–. No fue por un hombre.
–¿Entonces? –te pregunta mientras empieza a morder una manzana.
–De hombre no tenía nada. Era un simple maricón… Uno de esos que te encuentras en cada esquina.
César se queda callado. Prefiere pensar en el sabor de la manzana que en lo que acaba de escuchar. Le resultas rara, estrafalaria, bastante alocada; pero hoy no viaja solo como de costumbre y eso lo hace disfrutar el viaje.
–César: mi vida es como una película de Almodóvar…
–¿De quién?
–No me digas que no sabes quién es Pedro Almodóvar porque me bajo de tu camión.
–Ja, ja, ja –sonríe nerviosamente y pisa el acelerador al final de la curva–. Yo nunca he ido al cine, amiga. Sufro de claustrosfobias, me dan miedo las salas cerradas y oscuras… claustrosfobias, pues.
–Claustrofobia, César. Se dice claustrofobia. Repite conmigo: claustrofobia.
–Claustrofobia. ¡Eso, eso! Pero he visto películas en mi casa, varias veces. Lo que pasa es que a mí me gusta el fútbol, soy hincha del Melgar, las películas me aburren igual que las telenovelas.
–Bueno, César, te voy avisando que el cine español es lo mejor que le ha podido pasar a mi vida: Buñuel, Berlanga, Amenábar, pero sobre todo Almodóvar, porque nadie debe morir sin haber visto alguna película de Almodóvar. Eso es un pecado, un delito.
–¡Qué exagerada, amiga, te pasas! Si el tal Almodóvar te escuchara, fácil te regala un camión como el mío. Te apuesto que apenas lleguemos a Lima lo vas ir a buscar.
–No, mi amigo, ¿acaso no escuchas lo que te digo? Almodóvar es español. Y hasta España, por lo menos ahora, no llego…
–Mira al fondo, ¡mira al fondo, Micaela! –le dice señalando con una mano–. Es el mar, ya estamos llegando a Camaná.
Un estático todo azulino que se confunde con el horizonte. Están llegando a La Punta, Camaná, y, por primera vez, Micaela contempla asombrada el mar:
–No se mueve, está muerto, ¿en dónde están las olas?
–No pues, lo que ves desde acá es mar adentro, cuando pasemos por La Punta vas a ver las playas, las olas y la arena. Espera unos diez minutos y lo verás.
–¡Mar adentro! –suspiras emocionada y, con la complicidad de tu memoria, logras ver a Javier Bardem interpretando a Ramón Sampedro–: Su mirada y mi mirada, como un eco repitiendo, sin palabras: más adentro, más adentro, hasta el más allá del todo, por la sangre y por los huesos. Pero me despierto siempre y siempre quiero estar muerto, para seguir con mi boca enredada en sus cabellos .
–¡Qué bonito! ¿De dónde sacaste eso?
–Del mar, César, del mar…
***
Paran en un restaurante que hay al lado de un grifo. Piden dos platos del menú del día: tallarín verde con pollo, una cerveza negra y una Inca Kola helada de un litro.
–Almodóvar dice que todas las mujeres somos gilipollas –le dices apurando un vaso de gaseosa.
César come muy deprisa, casi se atora. Se limpia la boca con una servilleta grasienta:
–¿Gilipollas?
–Cojudas pues, las mujeres somos muy cojudas, yo puedo dar fe de ello. Por eso sufrimos: nos desvelamos por querer comprender a los hombres y no nos damos cuenta de que cualquier intento siempre será vano, ridículo. Si quieres comprender a un hombre vas a terminar cortándote las venas… o escapando de la ciudad como yo.
–A mí me pareces una chica buena, agradable. Contigo no me aburro en el viaje. Eres entretenida, siempre tienes algo que decir… pero tienes un problema…
–¿Cuál?
–Has visto muchas películas. Deja de ver tantas películas y haz tu vida. Yo sé que soy medio ignorante y con las justas he aprendido a manejar camiones, pero me doy cuenta, Micaela. Me doy cuenta de que el problema es que tú huyes de ti misma. Huyes pues, te confundes, no te hallas… muchas películas pues…
Lo miras admirada. Cogitas. Ahora no tienes a la mano los rieles del tren ni los aviones que se pierden en la inmensidad del cielo. Estás en la pampa terminando un plato de tallarines. Cogitas: ¿Tan determinantes habían sido las películas en tu vida? ¿No había algo de enfermizo en el hecho de ver una y otra vez la misma película para encontrarte en ella? ¿Qué habías ganado volviendo con obstinación a esas películas que, descarnadamente, te mostraban ecos edulcorados de tu experiencia vital?
–Nada –piensas en voz alta y la carretera te parece una película que nunca termina.
–¿Nada qué? –te pregunta César enjugándose la frente con la misma servilleta con la que se había limpiado la boca.
–El cine es una pérdida de tiempo.
–Sí –asiente con complacencia–. No sirve.
–Y los hombres tampoco…
–Vamos, Micaela, ya es hora de volver a la ruta.
***
"Ya estamos llegando a Lima, Micaela", te despierta el camionero. Son casi las siete de la mañana. "Yo me voy para La Victoria, no sé en dónde quieres que te deje ". Te desperezas y tratas de acomodar tus cabellos. Piensas rápido. Estás con cien soles en los bolsillos y no tienes familiares en la gran ciudad. Estás sola, no tienes nada ni a nadie.
–¿Quieres que te lleve a mi casa mientras encuentras algún lugar en donde quedarte?
–No, César. No quiero abusar de tu generosidad. Me has traído hasta Lima y no me has cobrado nada. Te lo agradezco.
–¿Qué piensas hacer entonces?
–No lo sé, pero no voy a volver, te lo juro, amigo: ¡No voy a volver!
–Bueno, entonces me avisas cuando te quieras bajar.
–Ya –y cierto rubor, que no puedes reprimir, se apodera de ti antes de proseguir–, pero trata de pasar por algún cine.
–¿Un cine?
–Sí, por favor –asientes resoluta, sintiendo un ligero estremecimiento que se apodera de tus ovarios; y pensando que Lima, ese monstruo descomunal que empezabas a descubrir, de pronto se convertía en Micaela: una promesa latente–. César, déjame cerca de un cine, ¿puedes?
Arequipa, Verano del 2007


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Este relato apareció inicialmente en Luz de Limbo, bitácora de Víctor Coral.
Foto: una de las obras maestras del cineasta manchego: Todo sobre mi madre.

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