2007/05/30

¿Estamos aquí, o en Jauja?

A País de Jauja, y a todos los jaujinos que habitan en mí.

I

“Todos vuelven a Jauja... menos yo”, solía decir mi papá mientras descansaba alegremente en una de las dos mecedoras gemelas que había en esa desangelada ramada que era, para ambos —aunque más para él—, el bastión del letargo y la añoranza.
Me hablaba siempre, mezclando ansia y deseo, de un paraje, ahora remoto, de invencible belleza, magia y colorido en el que él había crecido: “Allí aprendí todo lo malo, todo lo bueno y todo lo feo... lo agradable y, también, lo insoportable, lo tonto y lo ridículo”.
—¿Tú sabes que fue la primera capital del Perú? —preguntaba dejando rezumar un secreto orgullo que modulaba con discreción su semblante.
—Me lo has repetido tanto que prefiero olvidarlo.
—Es que, en realidad, muy pocos lo saben, hijo; casi nadie. Y los que lo saben lo ignoran, o prefieren olvidarlo, como lo haces tú.
—Estamos en Lima, papá, la única capital. Lima es el Perú. Yo nací aquí, aquí viviremos; y aquí también moriremos: Jauja es tu pasado. ¡Mira para adelante, ahora ésta es nuestra casa!
—Todos vuelven a Jauja... menos yo.
—¿Quiénes son Todos?
—Nadie —respondía sin ganas y cerraba los ojos, como para que nadie, que no sea él, se asome en lo que parecía ser algo estrictamente privado: su tierra y sus recuerdos más nítidos.
¿Quiénes eran Todos? ¿Sus familiares? ¿Sus amigos? No lo sabía, a veces me dejaba llevar por la intriga y, con persistencia, reformulaba la misma pregunta con alguna que otra variante. La respuesta no admitía nuevos esbozos y siempre era terminante (con los ojos cerrados): Nadie.

II

Cuando papá desfallecía, yo estaba poderosamente convencido de que él me pediría una sola cosa: que lo entierren en Jauja. Pero me equivoqué: no fue un, sino dos pedidos; y fueron más simples de lo que yo vaticinaba:
—Te pido dos cosas, nada más, toma nota si puedes, porque tú y tu madre no tienen buena memoria.
—Te escucho atento, papá.
—Quiero una estampita de la Mamanchic Rosario.
—¿De quién? —pregunté azuzado por mi ignorancia.
—¡Mamanchic Rosario! La patrona de Jauja —levantó la voz y, por un instante, pareció recuperarse—. Me la pones en el bolsillo de mi camisa, mirando hacia el cielo... hacia la eternidad...
—¿Qué más, papá? —le preguntaba tomando una de sus temblorosas manos y tratando de contener el llanto—. Pide lo que quieras.
—Quiero huaynos en el sepelio. Tu madre sabe cuáles son los que me gustan. Es todo: siempre fui un hombre simple y déjame decirlo con vanidad.
—Si quieres nos vamos mañana mismo para Jauja, tal vez ahí te recuperas. No conozco tu tierra. Vamos, papá, ¡quiero conocer Jauja!
—No, hijo, a ti nunca te interesó mi Jauja... y quizá estuvo bien. Moriré en Lima y así debe ser: todos vuelven a Jauja... menos yo.

III

Dicen que nuestros padres muertos viven en nosotros y que, igualmente, nosotros, al morir, viviremos en nuestros hijos. Debe ser cierto, porque desde que murió mi padre siento como, no sé, una especie de nostalgia de Jauja. Ahora tengo una voluminosa colección de huaynos jaujinos que iluminan mis tardes dominicales (el primer par de discos lo compré para el sepelio de mi padre, tal como él me lo encargó), me enamoré del picante de cuy y del ajiaco de papa. He decorado mi cuarto con una enorme foto de la Plaza de Armas de Jauja que contemplo arrobado al levantarme, y sobre la cabecera de mi cama se erige la imagen de la Mamanchic Rosario.
Eso no es todo: acabo de terminar de leer una hermosa novela. Se llama País de Jauja y, gracias a esta extensa lectura, ahora hago lo que debí hacer hace mucho: viajar a Jauja en busca de mis raíces.
“Ya falta poco”, afirma la señora del asiento delantero y siento que la emoción y la pena se confunden con la altura y me desestabilizan. En menos de una hora llegaré y todo habrá terminado (o, quizá, recién ahora comenzará). Siento como si ya hubiera venido antes, tal vez es papá que está dentro de mí... o tal vez todo esto sea sólo una mentira que trato de sostener como sea para soportar su muerte. No lo sé. Pero ahora ya sé quiénes eran Todos, esos Todos a los que se refería mi viejo:
—Todos vuelven a Jauja... menos yo.
Esos Todos eran sus Recuerdos. Todos volvían a Jauja menos él: porque esa cárcel que era su cuerpo no lo dejaba escapar de esa Lima en la que siempre se sintió un foráneo, un convidado de piedra.
Ahora ya nada le impide volver, porque ese cuerpo —esa prisión— se extinguió para siempre: él ya volvió (y volverá conmigo), él ya está en Jauja (y arribará conmigo).
Papá: estás ausente y, a la vez, presente. Eres nada y, a la vez, todo. Ahora eres eternidad y Jauja el punto de encuentro, el epicentro de tu universo espiritual donde, inagotables, estallan los recuerdos que alimentan tu —mi— alma.
—¿Estamos aquí, o en Jauja? —me pregunta mi mamá al despertar. Me quedo callado. Le acomodo el chal y le alcanzo una revista para entretenerla y, así, evitar una respuesta desafortunada que disipe su perplejidad.

Este relato apareció en Letralia.