2009/02/01

EL JUEGO VERDADERO



Volví a Arequipa para ultimar una crónica novelada sobre mi gran amistad con Edmundo de los Ríos. Al pisar el aeropuerto abrigué la esperanza de que en el fondo –y por esos azares del destino– fuera él quien, desde el más allá y cual cómplice perfecto, me hizo caer en alguno de esos juegos verdaderos y, así, me trajo de vuelta a casa para pulsear la ciudad blanca más negra, columpiándome entre la añoranza y el desconcierto: una ciudad nueva para un hombre viejo.

Un manojo de estudiantes de Literatura tuvieron la deferencia de organizarme una inmerecida recepción. Uno de ellos se ofreció gentilmente a alojarme en su departamento. Pero antes paseamos por el centro histórico, tomamos un café en San Francisco y conversamos de libros, cine y algo de política.José –así se llamaba el chico que me consideraba poco menos que un huésped ilustre– me preguntó varias veces sobre la amistad que mantuve con Edmundo. Le dije lo obvio: que nos conocimos en la redacción de Caretas y que a ambos nos gustaban nuestros buenos tragos. Seguimos dialogando animadamente en el taxi hasta arribar a Tahuaycani, el barrio en donde él vivía.

La habitación, aunque pequeña, era cómoda. Tenía baño, un televisor, una mesa ratona y un computador con conexión a internet: “Para que usted revise su correo cuando quiera”, me había indicado el muchacho antes de entregarme un manuscrito, “si quiere aburrirse puede leer alguno de mis cuentos, no son gran cosa, pero uno nunca sabe, ¿no?”. Accedí con un gesto paternal: “Tienes razón, José: uno nunca sabe”. Y se lo dije con una seriedad terminante, porque él ignoraba que yo no tengo, ni he tenido, un e-mail.

El chico me dio un tímido abrazo y me anunció que tenía una cita nocturna, le deseé suerte y me recosté sobre la cama. Lo sentí salir de la casa y, ¡ay!, también sentí el asomo del soroche. Los años no pasan en vano, pensé, y, cuando me aprestaba a hojear el primer relato, una mujer entró intempestivamente a mi habitación.Me estiró la mano antes de preguntarme si acaso yo era lo que soy: ¿Es usted el escritor? Asentí sintiéndome ridículo. Ella se llevó las manos al rostro y empezó a llorar desesperadamente. Sin saber qué hacer, le alcancé mi pañuelo, pero ella seguía echando lágrimas. ¿Qué le pasa, señora? No respondía nada, pero era un hecho que le pasaba todo. De pronto, se sentó en la orilla de la cama y me miró, lívida: “es el José, es mi José, anda perdido mi hijo, no sé cómo ayudarlo”.

Sentí un nudo en la garganta, mirarla a los ojos era como saltar al vacío. “No entiendo, ¿quiere decirme que él se droga?”. Me miró desafiante: “Eso jamás, señor… Para ser escritor es usted bastante despistado”. Es verdad, lo admití, pero ¿qué es lo que tiene su hijo?

–¡Quiere volverse escritor! –me espetó como culpándome de ese delito. Y dijo “volverse”, verbo traicionero que me hizo caer en la cuenta de que yo, a pesar de mis cinco novelas y de aquel malhadado libro de cuentos iniciático, todavía no me había vuelto escritor. El oficio ahora se presentaba ante mí como una tuerca que nunca terminaba de girar. Me faltaba otra vuelta de tuerca para volverme, por fin, escritor. Ella lloraba por fuera y yo lo empecé a hacer por adentro, por donde nadie mira, por donde anidan las fantasías del artista… del artista que siempre quise ser.

–Yo también –le dije muy suelto de huesos pero a la vez fascinado por la confesión–: Quiero volverme escritor y, si usted me lo permite, puedo ayudar a José.

–¿Me lo jura?

–No necesito jurarle nada: acabo de leer sus cuentos –mentí magistralmente–. En todos ellos no he encontrado más que talento. Su hijo ya es un escritor, sólo le falta un empujón y para eso estoy acá, señora…

–María José –me dijo su nombre con un semblante mudado–. Pero no me mienta, ¿en verdad le parece tan bueno?

–Sin duda alguna –afirmé–, pero nos falta una cosa…Ella dibujó el gesto más interrogativo que haya visto en mi vida. La tomé de las manos y, lentamente, la puse de pie. Ella se ruborizó ante mi mirada. Hubo un cambio repentino, me tuteó: “tus ojos son casi verdes”. Empecé a pasear mis manos por su cintura, afirmé su cuerpo contra el mío y subí hasta sus pechos, sintiéndolos, sopesándolos, anhelante: “ojos casi verdes para pechos casi firmes”.

–¿Qué nos está pasando? –se preguntó, turbada, mientras yo le desabotonaba la blusa.

–¿Alguna vez has jugado Rayuela, María José? –respondí a su pregunta con otra.

–Sí –asintió–, cuando era muy niña.

Jugamos Rayuela desnudos en su patio, y después se entregó a mí sin reparos. No tuve que decirle “ven a dormir conmigo: no haremos el amor, él nos hará”. Y no se lo dije simplemente porque no hicimos el amor, sólo jugamos un juego: jugamos a ser desconocidos, a volvernos amantes fugaces, un escritor y una madre, una pareja itinerante. Un juego verdadero que hasta el día de hoy, a ella a mí (y al propio José) nos sigue sorprendiendo.

© Orlando Mazeyra Guillén

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