2012/07/02

César Hildebrandt: una piedra en el zapato

Surco, Lima, 29 de junio. Luego de la tan ansiada entrevista a César Hildebrandt que pronto publicaré.

Por César Hildebrandt


Escribir sobre lo que vale la pena, lo que no la vale, lo que cree que la vale, lo que suponemos que la vale. Escribir como errar, como aproximación trémula, como ira convertida en dardo, como diagnóstico pretencioso. Escribir desde el vaticano de nuestra vanidad y condenar al infierno a nuestros adversarios, que son los que no piensan como uno y los que nos agreden con su diversidad. Escribir desde las vísceras humeantes, desde el dolor, desde el pesimismo entendido como estética de vida. Escribir sobre el fracaso, que a todos nos incumbe y que habrá de llegarnos elefantiásicamente con la muerte, escribir con la convicción de que jamás lograremos decir lo que nos  propusimos decir.
Si algo reclamo a estas alturas de mi vida es que jamás supuse que el ser humano era una criatura celestial y el centro de todas las cosas. Dura bestia es el ser humano. Y la especie nuestra, de vez en cuando, felizmente, produce errores. Esos errores se llaman Platón, Víctor Hugo, Einstein y algunas pocas decenas más. La humanidad promedio mata el tiempo esperando la muerte en estado de distracción, mastica con brío pedazos de surtidos cadáveres, ve televisión, vota en el tumulto de los voceríos, languidece pagando una casa donde aprendió a sufrir.
No creo en la humanidad. Y, sin embargo, un pobre próximo me sigue conmoviendo, un niño de la calle me grita en el oído, un perro que sufre me condena. No creo en la humanidad cuando veo a los ejércitos del gran dinero apoderarse de países a sangre y fuego y cuando veo correr la sangre de los niños alcanzados por bombas de racimo. Jamás pude ser comunista porque esa era una manera de ser manada y jamás dejé de despreciar a la derecha porque esa ha sido siempre la reivindicación de la avaricia. Ambos, comunistas y reaccionarios, tenían un punto en común: mataban para que el mundo mejore, eran intérpretes de la ley del progreso. Los primeros creían que la igualdad se decretaba, los segundos estaban convencidos de que el egoísmo monstruoso que practican tenía la autorización y el aliento de su dios excluyente. Ambos siguen pensando lo mismo, pero hay una notoria diferencia: no hay comunistas en el poder (bueno, hay un par de excepciones extravagantes y bastante degeneradas) y sí, en cambio, la codicia gobierna al mundo y ha hecho metástasis en lo que fueron una república de soviets y otra de campesinos inicialmente heroicos.
Ser pesimista es una obligación de la inteligencia. Pero ser indiferente es someterse a los valores del sistema mundial de dominación. De modo que somos pesimistas estratégicos y solidarios tácticos. Sabemos que la humanidad, como muchedumbre, es incorregible. Pero eso no nos quita el deber de luchar en las batallas del día a día. Porque quizá, en el fondo y casi a pesar nuestro, el sueño de un mundo mejor, la leve esperanza del hombre ascendido a otros valores, nos mantiene el aliento y el pulso.
Hay otra indulgencia que solicito: podrá decirse cualquier cosa de lo que he escrito, pero nadie podrá encontrar la adulación sagaz que a tantos les permite el progreso personal, el reconocimiento oficial, las palmaditas del agradecimiento cortesano.
He visto a colegas de mi generación doblarse ante el poder y agacharse ante sus migajas. Y los he visto llegar a la abyección con tal de figurar en las invitaciones de ese olimpo social donde los nadie saludan a ninguno y los muertos brindan como si la cerúlea palidez les fuera ajena.
No ha sido mi caso. A mí me han censurado y me han desaparecido inútilmente. A mí el poder me da náuseas porque sé que está en manos de locos y criminales. Y con el poder sólo he podido tener relaciones rotas. Hablo de todos los poderes: desde el de los banqueros hasta el de los prefectos, pasando por el de la Real Academia, esa cueva que, en Madrid, quiere legislar sobre las tildes justas y las uves bárbaras.
Este es mi sueño: una plena anarquía de hombres ilustrados y libres que se autorregulan y conviven en paz y son justos por naturaleza. Se comprenderá cuánto debe amargarse un hombre con ese sueño viviendo en un país como el nuestro. Porque de una cosa sí estoy convencido: desde la perspectiva de lo que podrían llamarse los valores autóctonos, cada día me siento más ajeno y menos peruano. Amo a mi país porque le pertenezco pero, a veces, demasiadas veces, lo odio como se puede odiar a un padre borracho y ordinario o a una madre distante y estúpida. Si alguien me preguntara qué es lo que más me irrita del Perú, tendría que decirlo con brutal sencillez: su vocación por la indignidad, su carácter quebradizo, su resignación ante la podre y los desmanes de la política, su amor por la reincidencia, la canturía de su narcisismo idiota. Me subleva el tono dulzón y acojudado del Perú.
Y quizá haya sido esa niebla estoica el enemigo. De allí, posiblemente, haya surgido el exceso de algunos de mis énfasis y la notoriedad de mis diatribas. No me arrepiento. Para nada me arrepiento. Prefiero mil veces la pasión incendiaria que la mistura del mediopelo y la complicidad.
Escribir es un verbo intransitivo. Cuando leí esa frase en Barthes entendí que lo que había sospechado era cierto: que lo único que importa a la hora de sentarse ante un papel o una pantalla es cómo voy a decir lo que, de algún modo, siempre será repetición y eco. Es la última justicia que demando: más allá de sus contenidos, aciertos y flaquezas, estas columnas fueron escritas amando el idioma que las construyó, la sintaxis que las dispuso, el léxico que pudo matizarlas, la música, en fin, de ese castellano que he sentido siempre que me hablaba, me urgía y me empleaba como escriba. Eso es: como escriba.

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