2012/08/14

Y, para tu cólera, AREQUIPEÑO




El empedrado, resbaloso y brillante, se deslizaba, vertiginoso, por debajo de mis pies que subían y bajaban, desesperados por avanzar. Atropellé a un borrachito que gritaba, escandaloso, en medio de la calle, frente a la picantería “El Misti”. Perdón, y me zafé de sus manos violentas que trataban de sujetarme por la camisa. Ya llegamos tarde, me dijo entrecortado Efraín corriendo  a mi lado. Una bandada de niños, en alboroto de chillidos, se fugaba en el Centro Escolar de La Palma. Por tu culpa, le contesté, y la respiración como culebra de fuego se retorcía dentro de mi pecho. Las maestras, asustadizas, intentaban atraparlos  punta de jalones. El calor de las tres de la tarde me picaba el cuerpo. El Chuzo Ramírez nos alcanzó: ya viene la tropa, y a patada limpia nos abrió camino por entre  los niños que se enredaban en nuestras piernas. ¿Por dónde?, y grupos de noveleros, en puertas y calles, quedaban atrás. Por Goyeneche, el Chuzo Ramírez volteando la cabeza sin dejar de correr. La sangre me encendía el rostro. Tú que te hiciste esperar, Efraín secándose el sudor. El amarillo y rosado de las paredes, en río de sol, se escurrían en veloz acuarela. Nos detuvimos en la esquina de la Avenida Centenario: curiosos frente a la policía; en azoteas, mujeres y niños, asombrillándose los ojos con las manos, miraban el Colegio Nacional de la Independencia; a lo largo de la calle La Palma, los tranvías detenidos parecían un extraño tren rojiverde de parque infantil. Nos subimos a un muro: la avenida, desierta, resguardada por la policía montada; los edificios grises, descascarados, del colegio, exhibían banderas y cartelones, y en los techos, se arracimaban estudiantes con cristina o pañuelo amarrado en la cabeza, camisa abierta en el pecho y fuera del pantalón, y en las manos ladrillos y palos y viejos fusiles de madera. Vamos mejor por las chacras, el Chuzo Ramírez. Todo el colegio está rodeado, nos informó  un muchacho despeinado, no se puede pasar, la cara roja y sucia de tierra y sudor. Esa tarde, te cuento, era calurosa y seca. Un auto negro entró a la avenida y se detuvo a media cuadra del colegio. Entonces, los estudiantes comenzaron a gritar. Los curiosos de la esquina intentaron avanzar, pero la policía con varas largas de jebe los hicieron retroceder. Vendidos, los insultó un borracho, y una señora lo metió rápido en una tienda. El sol me enceguecía y apenas si podía ver cómo los altos y macizos caballos coceaban, nerviosos, sobre el asfalto, y cómo sus jinetes uniformados los sujetaban por las riendas. Del vehículo negro salieron tres personas. El prefecto, dijo un joven que estaba prendido en una ventana. Me empiné sobre el muro: dos militares y un civil avanzaban por en medio de la calle. Sonó un clarín.  Un niño, desde la copa de un árbol, gritó: miren, señalando el asta principal del colegio. El sol destellaba dorado en el clarín y chispeaba en el pecho desnudo de un estudiante. Multitud, hormiga, gritona, de alumnos invadió  los techos. Soldados con bombas lacrimógenas y fusiles y metralletas aparecieron por una esquina y en veloz desplazamiento de cascos se apostaron frente al colegio. Los curiosos se arremolinaron, las mujeres y los niños de las azoteas se asombrillaron más los ojos; la puertas y ventanas de los chalés de la avenida Centenario se cerraron violentamente. Los estudiantes corrían, desaforados, por los techos, hacia la puerta que da al patio. Por La Palma, un tumulto de perros y niños seguían a la loca Collantes que, enredada con serpentinas, mallas y tejidos y con descomunal sombrero de paja, vociferaba rabiosa contra los jueces y policías. Era junio: el cielo estaba clarísimo, cristal, y la luz era tan densa que podía tocarse con las manos, y el viento traía el violeta y dulce olor de eucalipto de las chacras. El Prefecto, bajo, rechoncho,  dirigía a un grupo de policías que, con las culatas de sus fusiles, trataban de romper el portón. Entonces, los alumnos, enloquecidos, comenzaron a arrojar piedras y ladrillos, y los caballos levantaban los pescuezos y echaban espuma por la boca. ¿Viste?, me preguntó Efraín medio asustado. ¿Qué?, los ojos me ardían. Así, una piedra en la cabeza del Prefecto, me contestó el Chuzo Ramírez que por abrir las manos casi se cae del muro. Estiré más mi cuello. El Prefecto se sostenía el quepis con la mano izquierda mientras que con la derecha levantaba su revólver. Cuatro secas y seguidas detonaciones impusieron silencio en el colegio, en la avenida y en la esquina de La Palma. Solo, en la tarde, ladridos lejanos y dispersos. El calor picaba más mi cuerpo y esa culebra de fuego en mi pecho me impedía respirar. Los alumnos corrían de un lado al otro por los techos. La nariz de Efraín se perfiló más y el Chuzo Ramírez daba pitadas seguidas a su cigarro. La loca Collantes, ojos desorbitados, enredándose más en sus serpentinas, mallas y tejidos, daba vueltas, con los brazos levantados, mirando el cielo. En las azoteas de las casas, y no habían ni mujeres ni niños. El muchacho sin camisa volvió a tocar el clarín y esta vez sonó tan triste y penetrante que parecía romper el cielo en pedacitos y la bandera fue arriada a media asta. El Prefecto avanzó hasta la tropa, habló con un oficial, luego entró a su automóvil, y el vehículo negro, a toda velocidad, desapareció al final de la avenida. Varios policías corrían con la cara ensangrentada. Han matado a un estudiante, gritó un joven desde el techo del colegio. Nos bajamos del muro y con los curiosos de la esquina comenzamos a desempedrar la calle. El borrachito, desprendiéndose de las manos de su mujer, lanzaba botellas vacías. La policía montada, sable en mano, arremetió y corrimos por La Palma tirándoles piedras. A Efraín se le salió el zapato y cuando volvió a recogerlo recibió en la espalda un tremendo sablazo, y recuerdo muy bien, Max, que escuchamos, en medio del alboroto, tiros, bombas y los independientes que en tropel desalojaban el colegio y gritaban furiosos: a la Plaza de Armas a levantar barricadas, y no me agrada pasear por esta neblina, ya te he dicho, varias veces, que la neblina de La Cantuta es el bostezo pestilente de Lima. No te rías: soy provinciano y para tu cólera arequipeño. ¿Tienes un cigarrito?

Oswaldo Reynoso

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