2012/10/23

¿La madre asesina al hijo?

La madre de Van Gogh retratada por su hijo.


—Leí tu cuento, Orlando.
—Gracias por leerlo.
—¡Me gustó mucho! Tomas como personaje principal a  una mujer, eso me atrajo. Pero el cuento en sí me atrapó, ésa es señal de un buen trabajo. Ahora, tengo una intriga...
—¿Cuál?
—¿La madre asesina al hijo?
—No lo sé.

2012/10/18

Oswaldo Reynoso: el orgasmo creativo

Oswaldo Reynoso a punto de firmarme la primera edición de En octubre no hay milagros (1965).
«La vida sin libertad no es sólo fea, sino sucia.»
Oswaldo Reynoso, Los eunucos inmortales

«(...) el pecado no existe: sólo la límpida moral de la piel y en las playas de Mollendo donde por primera vez vi el mar yo tenía catorce años y era casto por miedo al infierno inculcado en oscuras y abovedadas iglesias de sillar donde ardían grandes cirios como avisos luminosos anunciando los tormentos de Satanás y con el brazo extendido la renuncia a los pecados de la carne y antes la muerte que el sexo como mártires cristianos y ahí en la playa con Malte y otros amigos en la noche marina jugando a tumbarse unos a otros sobre la arena y luego conturbados Malte grita: Ahora, a corrérsela.»

Oswaldo Reynoso, El goce de la piel
«Siempre es él quien pone en marcha el tren del pensamiento; siempre es el pensamiento el que escapa de su control y regresa para acusarle. La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable.»
J. M. Coetzee, Infancia: escenas de una vida en provincias.



Por Orlando Mazeyra Guillén
Una de mis hermanas —precoz y afanosa lectora de ficciones— solía robar libros de la biblioteca de mis abuelos. Íbamos todos los domingos a donde la Mamá María y, luego del almuerzo, ella aprovechaba la siesta de la abuela para escabullirse por los oscuros cuartos de la añosa vivienda y accedía a la polvorienta biblioteca donde uno podía encontrarse con Arguedas, Cortázar o Camus.
Cuando nos despedíamos de la Mamá María, mi hermana empezaba a leer en el auto los libros que había escondido entre su ropa. Recuerdo con nitidez aquella ocasión cuando la vi sostener dos novelas: El coronel no tiene quien le escriba y En octubre no hay milagros. Abrió la novela de Reynoso para, ávida, echarle una ojeada y, de pronto, la noté turbada, un enigmático rubor se había apoderado de ella: negó moviendo la cabeza —insobornable señal de reprobación— y cerró el libro. Luego acudió apresurada a la historia del coronel Aureliano Buendía y, ahora sí, todo volvió a la normalidad mientras, creo, se lo imaginaba destapando el tarro del café. ¿Qué había leído en aquel libro? Lo supe llegando a casa cuando ese «giragiragiragira» de la cabeza de don José de San Martín me hizo ponerme en la piel de Leonardo y sentir aromas inéditos: «el olor arrecho del mar en mis manos. Olor a Cigarro Inca, fuerte. Olor de ruda con incienso. Olor de puta morena.  Olor azulino en lengüitas amarillas como llama de cirio prendido. Olor de procesión. Y los morenos de la Santa Hermandad estarán sacando de Nazarenas al Señor. Y las velas encendidas estarán quemando pelos y rabos de beatas putas. Y los giles, serios, haciéndose los rezadores, se juntarán a las hermanas. Y con el pretexto del Señor, muy de mañana, comenzará el cochineo general».
Mi hermana se encontró con una aspérrima realidad que evidentemente no quiso aceptar: el retrato fiel, incómodo e inmisericorde de una ciudad. César Hildebrandt me confesó, en una entrevista, que Reynoso le descubrió un mundo, un lenguaje, una violencia, que su aislamiento le había impedido conocer.
—Había un mundo allá, afuera de su alcoba —indagué.
—Exactamente —me respondió Hildebrandt—. Y Reynoso me abrió las puertas y me abrió las ventanas y ventiló mi covacha. Y metió un montón de ruido. Es contundente, coral, callejero, eso es lo que más me gustó.
Contundente. Coral. Callejera. La narrativa de Reynoso es eso y más. Poética. Sensual. Comprometida. La crítica oficial, por supuesto, no quiso reconocer que el país había encontrado a uno de sus mejores intérpretes narrativos. José Miguel Oviedo lo catalogó como: «un autor fascinado por la abyección, la morbosidad y la inmundicia en que se revuelca el hombre de esta misma pudibunda ciudad —ese tipo de narrador escandaloso y coprolálico que apenas si asoma en nuestra literatura». ¿Es En octubre no hay milagros una novela pornográfica? Una respuesta certera la dio Mario Vargas Llosa: «No, la novela de Reynoso no es pornográfica ni obscena. Es un libro de una crudeza fría y áspera como la realidad que la inspira y tiene los altos méritos raros, entre nosotros de la insolencia y de la ambición. Él ha querido trazar un fresco verídico y múltiple de Lima, una radiografía horizontal y vertical de la ciudad, tal como lo hizo con México Carlos Fuentes en La región más transparente, y lo ha conseguido en gran parte».

EN BUSCA DE LA SONRISA ENCONTRADA

«A todos —afirmó Octavio Paz—, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular, intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia». Es durante su primera aventura de collera en el Puerto Bravo de Mollendo, y contemplando a sus iguales, cuando el adolescente Reynoso se asombra de ser (de descubrirse a sí mismo a través de los otros): «sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros adolescentes entre la llamarada azul del mar». ¿Qué buscaba? ¿Acaso ya lo sabía? «Caminaba por las calles estrechas de mi adolescencia buscando lo que no sabía que buscaba». Vivir es un continuo aprendizaje: Patria no es más que el rostro de la gente que uno ama; la armonía y la salud se pueden recobrar abrazando un árbol en China; y es de sabios el saber escuchar a los demás con suma reverencia.
Reynoso constata que la ficción —su ficción— es un viaje que siempre conduce a la misma ciudad: «Arequipa de mi adolescencia donde un viento feroz quiso apagar para siempre la llama de la lámpara de Aladino que ardía en mi piel». Y el descubrimiento de la belleza puede ser una tarea larga y dolorosa, pues hay que ir «destruyendo, poco a poco, las pautas de la belleza que me habían inculcado desde que abrí los ojos». El narrador de este libro es hedonista y rebelde, sensible y marginal, siempre nadando contra la corriente: dando cuenta de su propia concepción de la belleza y de la misma pregunta que el premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee se hace en Infancia: escenas de una vida en provincias: «Belleza y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas, perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?»

«(…) Uno a uno los muchachos se fueron. Al final, sólo quedó Colorete. Me asustó su mirada. Ya no había cólera ni burla en sus ojos: había ternura, extraña, terrible. Cuando se dio cuenta que lo miraba, se avergonzó. Quise darle la mano y decirle: «te comprendo». Pero qué difícil es sincerarse sin cebada.»
Fragmento de Los Inocentes (relatos de collera)
«(…) Y entonces en lo más hondo de mi estómago comenzó a ovillarse una angustia física que luego se desmadejaba dolorosamente en mis venas y acuchillaba mis sueños y azotaba inmisericorde mis memorias duermevelas y a esa angustia visceral había que darle un contenido psíquico y entonces venía la búsqueda desesperada en los olvidos de una palabra dicha al desgaire o de un mal gesto indeliberado o de un acto no pensado que hubiera podido desencadenar a mis espaldas un conflicto o una situación gravísima y entonces toda actitud vivida se hacía sospechosa y era el mismo proceso de exploración de culpa en el recuerdo que me atormentaba cuando adolescente caía de rodillas en el confesionario o cuando me metieron en una celda en el Perú sin formularme cargo alguno y entonces y entonces, ¿por qué te has quedado más de diez años en China? ¿por masoquista? ¿o a lo mejor porque querías expiar una culpa? ¿o tal vez porque creías de verdad que ibas a encontrar en medio de tanto derrumbe y soledad la clave que te daría la felicidad?»
Fragmento de Los eunucos inmortales

2012/10/13

Antonio Cisneros se fue a la última casa de Ribeyro

César Calvo (izquierda) y Antonio Cisneros. 1989. (foto: Caretas)
Hoy apareció en Lima Gris una nota que escribí sobre Antonio Cisneros titulada: Cisneros se fue a la última casa de Ribeyro.


Manuel Flores va a morir.
Eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
J. L.  Borges

Por Orlando Mazeyra Guillén

Corría el año 1996. Yo tenía quince años y, antes que con ser escritor, soñaba con ser periodista. Había un programa deportivo en  radio Nevada (buen nombre para una radio arequipeña, ¿no es cierto?) que daba de lunes a viernes a las siete de la noche. El bloque estelar era el dedicado al equipo «sangre y luto» de la ciudad: Vértebra rojinegra. Leía con fervor la revista El Gráfico de Argentina y soñaba con, algún día, hacer eso que yo descubría en las crónicas deportivas de ese legendario rotativo: ¡un partido de fútbol convertido en literatura! Gracias a El Gráfico conocí a Sábato (hincha de Estudiantes de La Plata y de Diego Armando Maradona) y luego sucumbí ante El túnel. ¿Se imaginan a algún diario deportivo —El Bocón, Líbero, Depor, etcétera— entrevistando a escritores o intelectuales peruanos? Yo tampoco… En esa revista también leí un cuento que me lanzó a escribir, con una mezcla de candor y pasión, «cuentos de fútbol»El penal más largo del mundo de Osvaldo Soriano. ¡Cómo olvidar algún reportaje que le hicieron a Roberto Fontanarrosa! Y, a la par, había un programa de Radio Programas del Perú que escuchaba cada vez que podía y, además, lo grababa (o hacía que me lo grabaran) en los viejos casetes de audio: las Crónicas del Oso Hormiguero.
Estuve buscando (quiero decir, exhumando) papeles en mis polvorientos archivos y me encontré con un texto fechado precisamente en 1996. Se trataba de una transcripción de un programa de Antonio Cisneros dedicado justamente a otro escritor amante del fútbol: Julio Ramón Ribeyro. Sin embargo, sólo tengo la primera página. Es una reliquia incompleta. No obstante, vale la pena compartirla pues el autor de El libro de Dios y de los húngaros, recuerda al amigo desaparecido (triste coincidencia, también víctima del cáncer):

Ahora que ha salido el sol he rescatado mi vieja bicicleta. Estaba anteayer pasando por el malecón de Barranco (creo que, en este caso, el «malecón de los ingleses») y paré frente al departamento de Julio Ramón Ribeyro. Allí vi la casa vacía y parece mentira que ya no esté entre nosotros hace más de un año. Ese departamento: con su terraza sobre el mar para los buenos tragos del verano, y su cálido estudio de madera para los buenos tragos del invierno. Ahí hemos visto grandes partidos de fútbol (lástima que Julio Ramón era de la «U»). Pero, en general, fue un lugar de conversaciones torpes o sabias: hablábamos de todo lo divino y de todo lo humano… rara vez de literatura, muy rara vez, casi como si estuviera prohibido. Dicho sea de paso, con mis amigos los escritores, y sobre todo con los poetas, nunca se habla de literatura*.

¡La casa de Julio Ramón Ribeyro! Y pienso en las casas de Julio Ramón Ribeyro. En mis épocas de cuando yo vivía en Londres, cada vez que pasaba por París ahí estaba clavado en su casa de la plaza de la Contrescarpe. Después me acuerdo de su casa de la plaza Falguiere y, finalmente, de un hermoso  departamento en el parque Monsoon. Ahí era mi refugio de «papa a la huancaína»«lomo saltado» y la conversación obligatoria impuesta por Julio Ramón era sobre el Perú. En realidad, nadie habla tanto del Perú como la gente que vive fuera. La casa de Julio Ramón era también el refugio de toda la muchachada que vivía en París: esa especie de generación peruana perdida que, año a año, se renueva, década tras década, y allí se va quedando y viviendo en París.

Julio Ramón siempre fue muy generoso y su casa era un centro de reunión. Aunque una vez lo vi tomando notas en una libretita, apuntando; y yo le pregunté qué es lo que estaba haciendo. Mientras tanto, continuaban los vinitos, los piqueos y las conversaciones entusiastas de todos los invitados a la casa.

En realidad, lo que estaba haciendo Julio Ramón era lo que los antropólogos llaman«trabajo de campo», es decir, captar lo que la gente dice, cómo la gente habla en vivo y en directo, así mientras pasaba la noche y los vinitos y los piqueos. Cada barrio de Lima hablaba como habla cada barrio de Lima, cada barrio del Perú hablaba como habla cada barrio del Perú. Los muchachos recién llegados a París tenían, por supuesto, el lenguaje más fresco y, por lo tanto, eran su mejor fuente de información. Así, Julio Ramón vivía tantos años fuera del Perú y se iba poniendo al día del lenguaje cotidiano. Ahí apuntaba«pelea de perros» o si no iba pasando, evolucionando, desde el clásico  «pata»«patita», «cuñado»,  «choche»,  «causa»«causita»

Quizá el Oso Hormiguero ya esté en la última morada de Ribeyro, viendo junto a él —«como buenos causas»— algún partido de fútbol o hablando de cualquier cosa… menos de literatura: lo mejor que nos dejaron antes de morir (y eso no es moneda corriente).
Morir, decía Borges, es una costumbre que sabe tener la gente.

Arequipa, 13 de octubre de 2012.

* Le pregunté a su gran amigo Fernando Ampuero, de qué hablaba Antonio Cisneros con sus amigos: «de la vida, de lo más significativo y de lo más trivial que hay en ella, pero cuando se habla de trivialidades con gente culta, inteligente y bien hablada, las conversaciones resultan enriquecedoras y amenas, y cuando se habla de lo realmente serio en este mundo nunca debería faltar un ataque de rabia o un bostezo, seguido de alguna carcajada. El asunto, si se quiere, consiste en tomarse la vida en serio, pero de ninguna manera tan en serio». Recomiendo leer «CISNEROS Poeta de la Luz», una semblanza a cargo del propio Ampuero que apareció en Caretas: «Tan pronto sus males (enmascarados, traicioneros) se manifestaron, comenzamos a hablar de la muerte, y lo hacíamos, en los últimos meses, casi a diario. Le fastidiaba de ella su inminencia de tinieblas, sus mañas para robarse a los amigos, su rastro de aguafiestas. Decía, con verdadera preocupación, que aún le faltaba mucho por sufrir y gozar en este mundo. Mantenía siempre, sin embargo, el buen humor, el carácter firme y la gentil apostura, la cabeza en alto y el gesto airado, como solía mostrarse cada día, destilando comentarios ingeniosos, opiniones lúcidas y bromas filosas, con las que solía defenderse ante la adversidad. Cada amigo, o cada conocido que fallecía, era una señal de alarma. Toño llamaba entonces por teléfono, o a veces era yo quien lo llamaba. “¡Muerte cabrona!”, me decía. “Ya empezó el desfile. ¿Una pena, no? ¡Con tantos bríos, con tanta alegría de vivir que hay en nuestras vidas!”».

2012/10/06

Antonio Cisneros (1942-2012)

Con Antonio Cisneros en el Paraninfo de la UNSA (Arequipa, 2007).


Para hacer el amor
debe evitarse un sol muy fuerte sobre los ojos de la muchacha,
tampoco es buena la sombra si el lomo del amante se achicharra
para hacer el amor.
Los pastos húmedos son mejores que los pastos amarillos
pero la arena gruesa es mejor todavía.
Ni junto a las colinas porque el suelo es rocoso ni cerca de las aguas.
Poco reino es la cama para este buen amor.
Limpios los cuerpos han de ser como una gran pradera:
que ningún valle o monte quede oculto y los amantes
podrán holgarse en todos sus caminos.
La oscuridad no guarda el buen amor.
El cielo debe ser azul y amable, limpio y redondo como un techo
y entonces
la muchacha no verá el dedo de Dios.
Los cuerpos discretos pero nunca en reposo,
los pulmones abiertos,
las frases cortas.
Es difícil hacer el amor pero se aprende.



De "Agua que no has de beber" 1966

De "Propios como ajenos" Antología personal

Editorial Inca, Lima, Perú 1989