2013/04/30

Pedro Salinas: «cuando fui sodálite me creía dueño de la verdad y tenía una visión fascista del mundo»

Pedro Salinas confiesa que cuando fue sodálite pergeñó "los textos más aburridos y sosos e insustanciales que ha escrito en su vida. Eran enjuiciamientos a temas de coyuntura desde la perspectiva de la doctrina social de la iglesia y de la moral cristiana, y cosas así. Cojudeces, o sea".

  
Por Orlando Mazeyra Guillén
Entrevista publicada en Lima Gris
Pedro Salinas (Lima, 1963) es periodista y escritor. Ha dirigido diversos programas de radio y televisión. En 1994 obtuvo, con César Lévano, el Premio Nacional de Periodismo y Derechos Humanos, otorgado por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Es autor de novelas como Mateo Diez y Álbum de fotos, y de ensayos periodísticos como Rajes del oficio. En esta amena entrevista recuerda su etapa como sodálite (experiencia que supo llevar a la novela precisamente en Mateo Diez). Ha terminado un libro que recopila una serie de artículos y ensayos sobre temas eclesiales cuyo título tentativo es Dios es homofóbico.


¿Qué libro está leyendo ahora?
  
Acabo de terminar Danza de Dragones, de George R. R. Martin, el quinto libro de una saga monumental que coctelea la literatura fantástica con el género épico y los sazona con intrigas y juegos por la captura del poder. Debo reconocer que me he enganchado como un adicto. Su estilo folletinesco es sumamente efectivo. Y el autor ha demostrado no tener ningún empacho ni apego en deshacerse de personajes que han cautivado al lector. Ya no veo la hora de tener en mis manos el siguiente libro, Vientos de invierno, que es el penúltimo. Pero supuestamente recién debe estar listo para el 2014.

Ahora, para variar un poco, acabo de tomar entre mis manos La tumba de Lenin, del periodista David Remnick, que aborda la caída y declive de la Unión Soviética. Es una magnífica crónica.

¿Qué libro le recomendaría leer a Alberto Fujimori?

La democracia en América, de Alexis de Tocqueville. Pero no sé si lo entienda.

¿Cuál fue la última película que lo hizo llorar?

Hace poco volví a ver Big fish (El gran pez), del genial Tim Burton. No hay manera de escapar de las lágrimas. Se trata de un relato maravilloso y conmovedor y estimulante. Si te gusta escribir o contar historias no puedes dejar de ver esta película.

¿Cuál es la primera imagen que se le viene de la época en que vivió en Arequipa?

El Misti. Me parece un volcán imponente. Recuerdo que, la primera vez que fui al Colca, en los ochentas, había un camino distinto al actual, que pasaba por detrás del Misti. En ese recorrido nos detuvimos para mirarlo con calma, de abajo hacia arriba, desde otra perspectiva totalmente distinta a la que se le conoce cuando se le observa desde la ciudad. Era como estar parado sobre la uña del pie de un coloso. Te sentías como una hormiga al lado de un elefante. O una jirafa. O algo así. La sensación era acojonante.

¿Era parte de la bohemia en la Ciudad Blanca?

De la bohemia arequipeña de los ochentas, definitivamente no. Del establishment católico, sí. Yo vivía en una comunidad religiosa del Sodalitium Christianae Vitae (SCV) cuando estuve en Arequipa. Nuestra Señora de Chapi, se llamaba la casa donde vivía y quedaba en Vallecito.

¿A qué profesores de la UNSA recuerda?

No recuerdo a ninguno por sus nombres, la verdad. Ya han pasado demasiados años desde que estudié ahí, en la facultad de Psicología, que quedaba a unos metros de la plaza de armas. Lo que recuerdo nítidamente es que en todas las clases, incluyendo en las que estudiábamos sobre las sinapsis o sobre la médula espinal o sobre los pliegues del cerebro y sobre las funciones del cerebelo, siempre había referencias recurrentes al materialismo dialéctico. O al histórico. O a Marx. O a Engels. En serio. Era así. Era alucinante el nivel de ideologización que había en esa universidad. Y claro. Uno que no era de izquierdas, se sentía en minoría. Como era mi caso, obvio.

También era impresionante cuando entraban a clase los encapuchados de Pukallacta a hacer proselitismo, y los profesores, bien gracias. Y era divertido que, cuando uno quería conversar con algún profesor sobre un tema de notas o de trabajos, o lo que sea, a veces había que buscarlo en la mismísima plaza de armas, que era el epicentro de las revueltas, y donde siempre estaban presentes nuestros profesores protestando contra algo, o estaban encadenados a una banca, o estaban recibiendo chorros de agua o palazos de la policía. Me pasó en más de una oportunidad que la policía pensó que yo también era un manifestante.

Sé que ha colaborado en el diario El Pueblo cuando vivió en Arequipa. A mí me censuraron muchos textos. ¿A usted cómo le fue?

Pues muy bien. A mí nunca me censuraron nada porque yo estaba ahí como columnista envarado y recomendado por el entonces arzobispo de Arequipa, monseñor Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio. Un jesuita muy simpático. Muy conservador también, es verdad. Pero monseñor con cuatro whiskies encima era demasiado divertido. Tenía un sentido del humor muy arequipeño.

En una novela relato la historia en que monseñor Vargas, luego de salir tarde de una reunión algo pasado de copas, le pide a su chofer que detenga el auto para orinar. El chofer trata de persuadirlo de que aguante hasta su casa, que quedaba en un malecón frente al Club Internacional. Pero monseñor, con tono enérgico, le señala que pare, carajo, en el arzobispado, cuando estaban atravesando el casco viejo de la ciudad. Por supuesto, con la turca que se había metido, monseñor Vargas nunca encontró las llaves de la puerta principal, por lo que ahí mismo, en la calle, se levantó la sotana, se bajó la bragueta y se puso a orinar al lado del portón del arzobispado. El chofer, sumamente nervioso por la situación y preocupado porque alguien apareciera por ahí, empezó a apurar al arzobispo. Y monseñor, a voz en cuello le espetó, arrastrando las palabras: «Oye, ¡carajo!, ¿acaso no puedo orinar en mi casa?».

La historia parece que ocurrió realmente. Me la contaron el propio chofer y el asistente de monseñor. Y conociendo a monseñor Vargas, me lo imagino tranquilamente en ese trance. Era un personaje muy querido y muy popular en Arequipa. A mí me caía muy bien. 

De sus primeros artículos publicados, ¿cuál recuerda con más cariño?

Ninguno, para ser honestos. Y deben ser los más aburridos y sosos e insustanciales que he escrito en mi vida. Eran enjuiciamientos a temas de coyuntura desde la perspectiva de la doctrina social de la iglesia y de la moral cristiana, y cosas así. Cojudeces, o sea. Fueron los tiempos en que me creía el dueño de la verdad y tenía una visión fascista del mundo y de todo lo demás. Mejor la pasaba en radio San Martín, donde tenía un espacio semanal en una radioemisora medio destartalada, que estaba ubicada al lado del parque Duhamel. Ahí pasaba música y a veces comentaba la coyuntura política local y hacía entrevistas. Por supuesto, el espacio también me lo consiguió el entrañable monseñor Fernando Vargas Ruiz de Somocurcio, que en paz descanse.

Si pudiera conocer a un escritor muerto, ¿a cuál escogería?

Se me ocurren varios. Pero si tengo que elegir a uno, supongo que a Mark Twain. Junto a Verne y Salgari, Twain es uno de los que leí desde temprana edad. Y es uno de los que he vuelto a leer de adulto, ya no en su faceta de escritor de aventuras e historias fantásticas, sino como escritor satírico en materia religiosa. Era un tipo muy agudo y perspicaz. Y muy valiente.

El mejor lugar para escribir es…

… en mi casa y al final de las tardes. Vivo solo (soy separado), por lo que puedo concentrarme y enfocarme en el tema que captura mi atención. Sin embargo, no dejo de extrañar la bulla que hacían mis hijos, cuando vivía con ellos.

¿Está escribiendo una nueva novela?

No. Me encantaría decir que sí, que estoy en algo así, pero no. Acabo de terminar un libro que recopila una serie de artículos y ensayos sobre temas eclesiales, que abordan diversos temas, como la eutanasia, el aborto, los matrimonios gay, los escándalos de la pederastia por parte de los ensotanados católicos, y así. Tiene un corrosivo prólogo de César Hildebrandt y un epílogo de la periodista Paola Ugaz, quien reclama con firmeza un Estado laico para el Perú. El título tentativo del libro es: Dios es homofóbico.

En el supuesto negado de una segunda vuelta entre Vargas Llosa y Keiko, ¿quién cree que ganaría?

Keiko, sin duda. En este país nunca elegimos bien. 

¿Qué cosas son las que le producen mayor placer?

De los siete pecados capitales, me quedo indubitablemente con dos: la lujuria y la gula. Pero también disfruto mucho de escribir, de leer, de montar a caballo y de la vida en el campo. O viajar, que esa es otra. Por último, estar con mis hijos no es que me produzca placer, sino me produce momentos de felicidad que valoro muchísimo.

¿Qué personaje de ficción marcó su vida para siempre?

Supongo que Spiderman. Un personaje de los cómics. Gracias a las lecturas de los cómics se me hizo más fácil leer libros. Y los libros te abren la mente y te cambian la vida.

¿Tiene alguna fobia?

A las alturas. Cosa curiosa. Porque esto viene desde hace pocos años atrás. Nunca antes había sentido los vértigos que siento ahora.

¿Cuál es el mejor cuento de Julio Ramón Ribeyro?

No sé si es el mejor, pero «Los Gallinazos sin plumas» es el que más recuerdo, y es el que, cuando lo leí por primera vez, podía visualizar nítidamente en mi imaginación. A los dos hermanos. Al abuelo explotador. Y al chancho.

¿Qué es lo que más le jode del Perú?

La indiferencia ante la corrupción. La convivencia pacífica con el chanchullo. La tolerancia y excesiva permisividad hacia la pendejada criolla.

En la película Tinta Roja, un personaje afirma: «El periodismo como la prostitución se aprende en la calle». ¿Dónde cree usted que se aprende?

El personaje de Tinta Roja tiene razón.

Si volviera un programa televisivo sobre libros, como Vano oficio, ¿a qué escritor le gustaría verlo conduciendo?

Si es como Vano oficio, ¿por qué se lo vas a quitar a Iván Thays? Ese era su programa. El chileno Antonio Skármeta tampoco lo hacía mal.

Si estuviera preso, ¿a qué compañero elegiría para estar en la celda: a Marco Aurelio Denegri o a Martha Hildebrandt?

Si vamos a compartir baño en la celda, entonces que sea con Denegri y no con Martha Hildebrandt. Por razones obvias, ¿no? Y si ya está ahí Marco Aurelio en la misma jaula, le pediría que me hable sobre gallos de pelea y criollismo y Vallejo y todo lo que quiera. Es muy entretenido.

Para usted, ¿qué personaje de la obra de Vargas Llosa es el más perdurable?

Supongo que, para mí, el más perdurable siempre será el Jaguar. Quizás porque La ciudad y los perros fue no solo la primera novela que leí de Mario Vargas Llosa, sino la que más he releído. Y el Jaguar es realmente un personaje enigmático y muy bien construido. Recuerdo una frase que dice uno de los personajes del Leoncio Prado (que creo que fue el Poeta) sobre él. «Si el diablo se parece a alguien debe parecerse al Jaguar».

¿Qué opinión tiene de los plagios de Bryce?

Me da mucha pena lo ocurrido con Bryce.
¿Cuál sería la primera pregunta que le haría a Abimael Guzmán?

¿De qué se arrepiente y de qué no?

¿Cuáles son sus periodistas favoritos?

Pues varios de los que entrevisté en mis libros Rajes del oficio 1 y 2. Y otros que no están. Ricardo Uceda, Rafo León, Guido Lombardi, César Lévano, entre otros. Y otras.

2013/04/27

El perro vuelve a su vómito

En la edición Nro. 152 de Hildebrandt en sus trece: "soy el remedio sin receta", diría A.C.

Como el perro que vuelve a su vómito,
así es el necio que repite tu necedad.
Proverbios 26,11



¿Esta vez el dolor va a terminar?

2013/04/21

Oswaldo Reynoso, el observador incansable

A propósito del cumpleaños número 82 de este gran escritor arequipeño, compartimos el prólogo que su paisano Orlando Mazeyra Guillén escribiera a su último libro, En busca de la sonrisa encontrada (Cascahuesos Editores, 2012). El autor tituló a su texto "Aladino, la llama de tu lámpara es incombustible". Y esa llama, esperamos, siga ardiendo.

Por Orlando Mazeyra Guillén*


«Volvió a ver, con asombro y hasta con miedo, la divina belleza del adolescente [...] La visión de aquella figura viviente, tan delicada y tan varonil al mismo tiempo, con sus rizos húmedos y hermosos como los de un dios mancebo que, saliendo de lo profundo del cielo y del mar, escapaba al poder de la corriente, le producía evocaciones místicas, era como una estrofa de un poema primitivo que hablara de los tiempos originarios.»  
 Thomas Mann, La muerte en Venecia

«Siempre es él quien pone en marcha el tren del pensamiento; siempre es el pensamiento el que escapa de su control y regresa para acusarle. La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable.»
J.M. Coetzee, Infancia: escenas de una vida en provincias.

«¡Gracias, compadre, por haberme enseñado a reír de la muerte!»
Eleodoro Vargas Vicuña



El Profe está de vuelta. Asediado otra vez por aquellos personajes, ambientes y temas que tras la aparición de En busca de Aladino (1993), Los eunucos inmortales (1995) y El goce de la piel (2005) se niegan a darle tregua a sus narraciones: «lo que el  Profe ha escrito es ficción sobre la realidad», apostilla con lucidez Marcos, uno de sus amigos, un vendedor de libros al que Reynoso -juventud ornada con canas- conoce en la calle. Y son las calles y playas de Lima, Arequipa  y el Perú (con sus escuelas, tabernas, iglesias, universidades, burdeles, chinganas, etcétera) las que han educado a este creador que sigue procurando acceder a lo que él llama, y por algo cita a manera de declaración de principios estéticos a Abraham Valdelomar en el epígrafe inicial del libro,  «la belleza de la palabra».



EL CUADERNO DE BITÁCORA DEL OBSERVADOR INCANSABLE DE SU PATRIA

Hace una punta de años, fui a la casa del narrador arequipeño Oswaldo Reynoso y lo conocí. Él  vivía -sigue viviendo- en el distrito de Jesús María, en Lima. Lo atosigué con todas las preguntas que se me ocurrían. Casi al final de la conversación, entre dubitativo y temeroso, por fin me atreví a decirle que si, a sus siete bien vividas décadas, pensaba en la muerte y si acaso le tenía miedo a la llegada de la hora final. El Profe -observador agudo y tenaz de los jóvenes, lo puedo testificar con conocimiento de causa- me salió al frente con una de sus réplicas que nos hacen estimarlo más: «¡No tengo tiempo para eso! -me dijo convencido-. Estoy muy ocupado en vivir como para pensar en la muerte», remató antes de terminar su copa de pisco.


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Después de releer el original de estas narraciones breves, pienso que Reynoso, siguiendo los derroteros de su maestro Thomas Mann, se ha valido de su desbordante imaginación sensorial para pensar la muerte a través de la plácida y edificante«contemplación mística sensual de los rostros: el verdadero paisaje de mi país». No obstante, para morir con todas las de la ley se precisa de una cosa: vivir. Y el autor de estos relatos ha vivido intensamente. La vida se presenta, a través de las páginas de este libro, como una aventura, el riesgo como una irresistible tentación, y el infierno como una delicia.


 Vivir es también tomar conciencia: «A todos -afirmó Octavio Paz-, en algún momento, se nos ha revelado nuestra existencia como algo particular,intransferible y precioso. Casi siempre esta revelación se sitúa en la adolescencia. El descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos; entre el mundo y nosotros se abre una impalpable, transparente muralla: la de nuestra conciencia». Es durante su primera aventura de collera en el Puerto Bravo de Mollendo, y contemplando a sus iguales, cuando el adolescente Reynoso se asombra de ser (de descubrirse a sí mismo a través de los otros): «sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros adolescentes entre la llamarada azul del mar». ¿Qué buscaba? ¿Acaso ya lo sabía? «Caminaba por las calles estrechas de mi adolescencia buscando lo que no sabía que buscaba». Vivir es un continuo aprendizaje: Patria no es más que el rostro de la gente que uno ama; la armonía y la salud se pueden recobrar abrazando un árbol en China; y es de sabios el saber escuchar a los demás con suma reverencia. 


Reynoso constata que la ficción -su ficción- es un viaje que siempre conduce a la misma ciudad«Arequipa de mi adolescencia donde un viento feroz quiso apagar para siempre la llama de la lámpara de Aladino que ardía en mi piel». Y el descubrimiento de la belleza puede ser una tarea larga y dolorosa, pues hay que ir «destruyendo, poco a poco, las pautas de la belleza que me habían inculcado desde que abrí los ojos». El narrador de este libro es hedonista y rebelde, sensible y marginal, siempre nadando contra la corriente: dando cuenta de su propia concepción de la belleza y de la misma pregunta que el premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee se hace en Infancia: escenas de una vida en provincias: «Se sorprende al comprobar que los chicos más guapos están en la clase de los afrikáners, al igual que los más feos, los que tienen las piernas velludas y la nuez de la garganta pronunciada y pústulas en la cara. Encuentra a los niños afrikáners muy parecidos a los niños de color: crecen medio salvajes, descuidados y nada mimados, y de repente, a cierta edad, se malean, y la belleza se muere en su interior. Belleza y deseo: le inquietan las sensaciones que las piernas de esos chicos, lisas, perfectas e inexpresivas, provocan en él. ¿Qué más se puede hacer con las piernas aparte de devorarlas con los ojos? ¿Para qué sirve el deseo?».


Las páginas más emotivas de estas memorias son aquellas en las que dialoga con los muertos -hitos en su vida y obra-: su íntimo amigo y gran narrador Eleodoro Vargas Vicuña, y con su admirado Rafael (Martín Adán), para recitar juntos: no quiero ser feliz con permiso de la policía.



MALTE: VOLVER A LAS FUENTES

Se me hace necesaria una confesión que vendría a ser una suerte de torpe homenaje. Cada vez que me invade la depresión, y siento que el acto creativo carece de sentido, vuelvo al Rosquita y, como la primera vez, me emociono; y, en algunas ocasiones, disculpen la endeblez, hasta lloro. Yo leo a Reynoso para recordarme cómo quisiera estimular al lector, apoderarme de sus emociones: cómo quisiera llegar a escribir algún día. El Profe es un clásico contemporáneo y creo que, a estas alturas del partido, eso ya nadie lo discute. No obstante, en el corazón de este escribidor -como es el caso de muchísimos otros, lo sé-, es un mentor y un maestro en el sentido más estricto del término: aquel que nos abre las puertas de su casa o al menos accede de buena gana a recibir nuestros escritos. Él siempre presto para corregirnos y alentarnos, acicatearnos en medio del brindis con vasos repletos de oro líquido con espuma, y decirnos que lo importante es la imagen, ¡la belleza de la palabra! Por eso, cuando leo al Rosquita, pienso en el Profe y, ahora, me atrevo a decir: 


Oswaldo, aunque no lo creas, te conozco demasiado. Desde aquel remoto y fáustico verano de Mollendo en que decidiste matar a Dios para celebrar la sediciosa eucaristía de la piel. Pero sé que eres bueno y que persistes en tu quimérica búsqueda de Aladinoporque entiendes que es, quizá, el único que cumple con el requisito postrero: tener un corazón a la altura de esa inocencia robada a la que acudes cada vez que escribes. 


Y, ¿en qué consiste morir, Oswaldo? De seguro André Gide nos ayudará a resolver la interrogante. ¿Qué quisiéramos ver al momento de morir? ¿Nuestra libertad? ¿La felicidad? Oswaldo, algún día exclamarás: «¡Gentil Malte! Tu risa divertida, tu júbilo en la arena de las playas de Mollendo, es lo que quisiera ver en mi lecho de muerte». Entonces te habrás reído de la muerte como lo hizo Eleodoro en su día. Y será tu día. Y estarás con Aladino. Para siempre.


La llama de la lámpara de Aladino permanecerá incombustible en tus libros. Tu patria -nuestra patria- te lo agradece.

*Publicado en Lee por gusto:

2013/04/18

Primera Feria del Libro de Cono Norte: 19 y 20 de abril

Ubicación de la Feria del Libro de Cono Norte.
Mañana, viernes 19 de abril, estaremos desde las tres de la tarde en la Primera Feria del Libro de Cono Norte que promueve el escritor y gestor cultural Filonilo Catalina.
El programa de mañana es el siguiente:

10:00 a.m, Expo-venta de libros (editoriales: Cascahuesos, Aletheya, Cuervo, Ciudad de Papel, entre otras)
3:00 p.m. - 6 p.m. Malabarismo (Los payasos indestructibles),  Música(Quechuas y Katarsis) poesía y narrativa (Luzgardo Medina, Augusto carrasco, Orlando Mazeyra Guillén, Kreit Vargas Gomez, entre otros).
Mañana en la Alianza Francesa (calle Santa Catalina 208) habrá una movilidad gratuita (bus) que llevará a todos los interesados en participar. El bus partirá a las dos de la tarde. Están todos cordialmente invitados.

2013/04/14

Mollendo

Castillo Forga de Mollendo (Arequipa)
Por Oswaldo Reynoso


Siempre me ha gustado viajar. La primera aventura que tuve fue cuando me escapé de mi casa con algunos amigos del barrio rumbo a las playas de Mollendo. Apenas llegaba a los catorce años. Mis compañeros de travesía se fueron a Matarani a ver los barcos. Como nunca había visto el mar, me quedé embrujado contemplando su incansable vaivén y absorbiendo con todos los poros de mi cuerpo no solo su aroma intenso de pecado sino también su resplandeciente verde-azul de paraíso.

Ahora, que escribo este texto, vuelvo a revivir, después de casi setenta años, el delicioso estremecimiento que sentí al ver los rostros de los chiquillos mollendinos que se reían corriendo al encuentro de las olas. Eran rostros de un dulce quemado de miel de caña que resaltaba, en contraste, con la blancura de sus dientes. Luego que salían del mar embravecido, se tendían sobre la arena caliente, cara al sol, abrían, desmesurados, sus ojos negros para quitarse la sal y después los cerraban tiernamente y entonces sus rostros adquirían una tranquila expresión de goce intemporal. Y sus  hermosos cuerpos broncíneos destellaban en gotitas blancas de espuma y de límpido sudor en esa tarde de sol y de mar. Pero aún no había descubierto las delicias del infierno. Mis amigos, ya de vuelta, se esforzaban por llevarme a ver de cerca el Castillo que se erigía sobre una gran roca. No, les dije, y me quedé sentado sobre la arena gustando de lejos la delicia de los rostros adolescentes entre la llamarada azul del mar. Creo que ahí descubrí la secreta pasión de mis viajes: la contemplación mística, sensual, de los rostros: el verdadero paisaje de mi país.

* Capítulo de En busca de la sonrisa encontrada.

2013/04/11

Cuentos inmorales - Los amigos


El colegio. Un territorio tan estimulante. Este cortometraje de Lombardi es una pequeña joya del cine peruano. Un pequeño homenaje a los amigos de toda la vida... a pesar de todo (y de nada).


2013/04/10

Judas y Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa, cumplió 77 años en Chacas.

¿Cómo la realidad se convierte en materia prima de las obras de Mario Vargas Llosa? Tomando como referencia Los cachorros, el escritor arequipeño Orlando Mazeyra da cuenta de esos demonios vargasllosianos que han sido el punto de partida de sus ficciones. Este artículo es un homenaje al autor de Conversación en La Catedral por sus 77 años.

Por Orlando Mazeyra Guillén

A Mario Vargas Llosa, en su cumpleaños 77

«Ser un escritor significa observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada o casi nada, descubrirlas con paciencia, estudiarlas y sacarlas a la luz para luego asumirlas», afirma el escritor turco Orhan Pamuk.

Mario Vargas Llosa no sólo es un experto en escudriñar sus heridas secretas, sino que no le interesa en lo absoluto la sanación, pues utiliza un lanzallamas simbólico la literatura es fuego, dejó dicho en sus años de ira creativa infinita, y un escritor que se precie de serlo debe inmolarse por ella para que las llagas sigan abiertas, incordiando: los recuerdos horribles son los más estimulantes, los traumas y fracasos siempre serán el mejor antídoto contra la página en blanco.

En el prólogo de Los cachorros (cuyo título original fue Pichula Cuéllar, pero sus editores lo persuadieron para que lo cambiara por ser muy procaz en el Perú), el escritor cuenta que la historia le rondaba la cabeza desde que leyó en un diario que un can había emasculado a un recién nacido en un pueblecito andino: «soñaba con un relato sobre esa curiosa herida que, a diferencia de las otras, el tiempo iría abriendo en vez de cerrar»[1]

La verdad de las mentiras que descubre cualquier lector atento de su obra nos permite vislumbrar que la herida más grande y dañina «su sombra me acompañará sin duda hasta la tumba», reconoce en sus memorias es la que le ocasiona el padre al irrumpir en su vida. Pues con Ernesto Vargas Maldonado recortando abruptamente sus libertades y engreimientos, el niño Marito, confiesa, en El pez en el agua, que «a la distancia, incluso los malos recuerdos de Cochabamba parecen buenos. Fueron dos: la operación de amígdalas y el perro danés del garaje de un alemán, el señor Beckmann (...) me fascinaba y aterraba. Lo tenían amarrado y sus ladridos atronaban mis pesadillas. En una época, Jorge, el menor de mis tíos, guardaba su auto en las noches en ese garaje y yo lo acompañaba, paladeando la idea de lo que ocurriría si el gran danés del señor Beckmann se soltaba. Una noche se abalanzó sobre nosotros. Nos echamos a correr. El animal nos persiguió, nos alcanzó ya en la calle y a mí me desgarró el fondillo del pantalón. La mordedura fue superficial, pero la excitación y las versiones dramáticas que de ella di a los compañeros de colegio duraron semanas»

En Los cachorros, Vargas Llosa vuelca quizá el peor recuerdo de su niñez cochabambina (y por ello tan estimulante para su masoquismo creativo): un perro que bien pudo manducarle el pene como le sucedió al malhadado Cuéllar. El elemento añadido es determinante(exagerar la realidad, hacerla más truculenta en este caso) para, a su vez, hablar de una herida del espíritu: un padre castrador que temía que su hijo terminara siendo un maricueca.

ESOS DEMONIOS VARGASLLOSIANOS

            El afán de contradicción es tan intenso en el novelista arequipeño que, en primer lugar venganza señera, hizo que su padre ficticio (don Fermín Zavala)fuera sodomizado por su propio chofer, Ambrosio, un zambo con el que Zavalita (álter ego de Vargas Llosa) se reencontró en el bar La Catedral.

¿Así que no quieres que yo sea homosexual? Pues, primero, tú lo serás Efraín Kristal, un crítico tan perspicaz que, en palabras del premio Nobel, le ha bajado los pantalones, afirma que el autor de La Casa Verde jamás contará algunas cosas de su vida y luego yo mismo lo seré gracias a la ficción: Alejandro Mayta, los encuentros homoeróticos de Paul Gauguin y hasta sus obras teatrales Ojos bonitos, cuadros feos(el temor a salir del clóset) y Al pie del Támesis (en donde el personaje se encuentra en Londres con un amigo de la infancia convertido en mujer). ¿A dónde queremos llegar? Si Ernesto Vargas le hubiera prohibido a su hijo ser marino, entonces la obra de Vargas Llosa tendría más mar que la narrativa deJoseph Conrad[2],  Herman Melville o Ernest Hemingway.

En Los cachorros está didácticamente, redivivo e inmortalizado por la ficción, el gran perro danés de su infancia, aquel que con sus ladridos atronaba sus pesadillas: «en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau guau, les mostraba los colmillos, guau guau guau, tiraba saltos mortales, guau guau guau guau, sacudía los alambres. Pucha diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y Mañuco si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses sólo mordían cuando olían que les tienes miedo». Sin la mascota del señor Beckmann, la novela corta de Vargas Llosa no hubiera existido.


            A la experiencia como punto de partida se deben añadir otros dos componentes: la disciplina (alguien que se cuadra antes de escribir, como bromeaba Bryce; García Márquez decía que el arequipeño tocaba una corneta) y el fanatismo heredados de Flaubert[3].

            «A la disciplina debo todo lo que soy», dice el dictador dominicano en la novela La fiesta del Chivo: «y la disciplina, norte de su vida, se la debía a los marines. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro de Macorís, para ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquis decidieron crear al tercer año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sin dificultad. En el entrenamiento, la mitad de los aspirantes quedaron eliminados. Él gozó con cada ejercicio de agilidad, arrojo, audacia o resistencia, aun en aquéllos, feroces, para probar la voluntad y la obediencia al superior, zambullirse en lodazales con el equipo de campaña». El escritor, al ponerse en la piel del abyecto tirano para familiarizarle con él y, así, dotarlo de humanidad y no hacer una mera caricatura, evoca su estadía en el colegio militar Leoncio Prado tan bien retratada en La ciudad y los perros: «como en las campañas, cuando lanza a su compañía entre el fango y la hace rampar sobre la hierba o los pedruscos con un simple movimiento de la mano o un pitazo cortante: los cadetes a sus órdenes se enorgullecen al ver la exasperación de los oficiales y cadetes de las otras compañías, que siempre terminan cercados, emboscados, pulverizados».


            El fanatismo se expresa cabalmente en Pantaleón Pantoja, tan obsesivo y maniático que, a pesar de los traspiés e injusticias de la vida militar, era capaz de levantarse a las cinco de la mañana y someterse al frío de Pomata, para ver los desayunos de los soldados.

            Escribiendo, en 1980, acerca de un autor tan decisivo en su obra como William Faulkner, Vargas Llosa asegura que «Mosquitos es también un libro esclarecedor en otro sentido, gracias a sus deficiencias. Resulta apenas creíble que el autor de este trabajo mamarracho y el que inventó la saga de los Compson y de los Snops, a la tragedia de Joe Christmas, sean la misma persona. Que lo sean es aleccionador sobre la forja del genio, esa facultad de crear una obra imperecedera en la que reconocemos algo que simultáneamente nos expresa en nuestra verdad más secreta y nos trasciende, tendiendo un vínculo misterioso e irrompible, con los hombres del pasado y venideros. Hay algo turbador, desconcertante y hasta temible en quienes son capaces de producir aquello que, según Cyril Connolly, debía ser la obsesión del artista: la obra maestra. Cuando uno lee La guerra y la paz, Moby Dick, El Quijote o Hamlet tiene, junto con el deslumbramiento, la deprimente sensación del accidente o el milagro, es decir, de algo inhumano».

Esto viene a cuento porque, durante una entrevista,César Hildebrandt me dijo que Vargas Llosa prevalecerá por lo que hizo, no por el Perú, sino por la literatura. Para él, las tres primeras novelas de Vargas Llosa son universales y son de una calidad extraordinaria: «y además es más extraordinario si uno piensa que Mario era un escritor muy mediano cuando empezó, o sea, los Los Jefes es horrible, ¡un libro horrible! Es decir, si uno lee Los Jefes no puede asociar Los Jefes con La ciudad y los perros. Es imposible: parecen dos personas distintas, dos estilos distintos. A Mario le ha costado una enormidad aprender a escribir».

            Es un obrero, ¿verdad? indagué. 
            Sí, pero es un obrero que se convierte en el arquitecto de Brasilia, es increíble, ¿no?, o sea, ¡es el albañil más esforzado del mundo! 

            Si algunos escritores al releer La ciudad y los perros, La Casa Verde o Conversación en La Catedral sentimos la deprimente sensación del accidente o el milagro. Está bien que así sea. La obra del Premio Nobel de Literatura 2010 tiene cotas que nos pueden resultar inhumanas, pues para ser un escritor de verdad hay que tener (aparte de talento, disciplina y fanatismo) muchos Judas y escorias demonios alrededor como, qué duda cabe, los tuvo Vargas Llosa. 

¿Un consejo final a manera de celebración del escritor que nunca dejó (ni dejará) de ser escritor? Por supuesto: «yo creo que un escritor deja de ser escritor no cuando se le acaba el tema sino cuando resuelve su problema», le confesó a César Hildebrandt en una entrevista publicada en 1972 en la revista Caretas, que, sin duda, es un pequeño manual sobre cómo escribir ficciones.
[1] En el Diccionario del amante de América Latina (2006), Vargas Llosa nos cuenta que este relato nace de un «pequeño demonio» con el que entró «en contacto en un colectivo, yendo de Miraflores a Lima, a través de un periódico [...] En realidad los terribles efectos en el destino de ese niño sólo iban a aparecer más tarde cuando él dejara de ser niño y fuera adolescente, un hombre».

[2] «[si la literatura no existiese sobre la faz de la tierra] pues sería un hombre de acción, no un científico, no un hombre de gabinete, sino alguien volcado hacia afuera, si hubiera vivido en el siglo XIX me hubiera gustado tener la vida que tuvo Conrad antes de ser escritor, un aventurero, un explorador, tengo una nostalgia de la que no me he librado nunca, quizá cierta frustración de ese tipo es la que hace que para mí la acción sea tan importante en lo que escribo, tan fundamental, eso es lo que me hubiera gustado ser, sí», le responde el autor de La civilización del espectáculo a César Hildebrandt.

[3] «Lo que hago hoy, lo haré mañana y lo hice ayer. He sido el mismo hombre hace diez años. Ha resultado que mi organización es un sistema; todo sin idea preconcebida de uno mismo, por la inclinación de las cosas, que hace que el oso blanco viva en los hielos y que el camello camine sobre la arena. Soy un hombre-pluma. Siento por ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella. A partir del invierno próximo, verás un cambio aparente. Pasaré tres inviernos desgastando algunos escarpines. Después volveré a mi cubil, donde reventaré oscuro o famoso, manuscrito o impreso. Sin embargo, hay algo en el fondo que me atormenta, es el desconocimiento de mi medida. Este hombre que se dice tan tranquilo está lleno de dudas sobre sí mismo. Querría saber hasta qué nivel puede subir, y la potencia exacta de sus músculos. Pero pedir eso es muy ambicioso, pues el conocimiento preciso de la propia fuerza no es quizá sino el genio», confiesa Flaubert en una carta a Louise Colet, fechada el 1 de febrero de 1852. ¿Hombre-pluma, un solitario oso blanco o, acaso, un dios? Quizá las tres cosas a la vez. En una carta escrita el 26 de diciembre de 1858 (dirigida a Mlle. Leroyer de Chantepie), cuenta lo siguiente: «Mi madre se fue a París y desde hace un mes estoy completamente solo. Empiezo el tercer capítulo, ¡el libro tendrá doce! He arrojado al fuego el prefacio en el que había estado trabajando durante dos meses este verano. Por fin empiezo a divertirme con mi obra. Todos los días me levanto a las doce y me acuesto a las cuatro de la madrugada. Un oso blanco no es más solitario y un dios no tiene mayor serenidad. ¡Ya era hora! Sólo pienso en Cartago, y así debe ser. Un libro siempre ha sido para mí una manera de vivir en un ambiente cualquiera. Esto explica mis vacilaciones,  mis angustias, mi lentitud». En su ensayo La orgía perpetua, Vargas Llosa intenta aproximarse al método creativo de Flaubert (que él emuló tan fanáticamente que, en el caso de Los cachorros, quiso que la historia más que contada fuera cantada, aunque quizá esta digresión no resulte pertinente): «La frase resume maravillosamente el método flaubertiano: esa lenta, escrupulosa, sistemática, obsesiva, terca, documentada, fría y ardiente construcción de la historia. Igual que su poética, Gustave descubrió (inventó) su sistema de trabajo mientras escribía Madame Bovary; aunque sus textos anteriores le habían exigido esfuerzo y disciplina sobre todo la primera Tentation, sólo a partir de esta novela quedaría perfectamente definida esa suma de rutinas, manías, preocupaciones y ocupaciones que le permitían el máximo rendimiento. Una manera de vivir en un medio para recrearlo verbalmente, es algo que Flaubert consigue mediante la entrega absoluta de su energía y de su tiempo, de su voluntad y de su inteligencia, a la tarea creativa».

Arequipa, 28 de marzo de 2013.
Publicado previamente en Lee por gusto