2013/10/22

A punto de pisar una iglesia

Mi relato A punto de pisar una iglesia aparece en la Edición Nro.174 de Hildebrandt en sus trece (18 de octubre de 2013).

Dejé de confesarme en la secundaria cuando un cura de la iglesia de La Compañía de Jesús se mostró exageradamente interesado en las cosas que yo pensaba —aquello que mi desmesurada imaginación me proveía— cuando me procuraba placer a mí mismo. El viejo empezó a jadear, sin el menor embarazo, dentro del confesionario.
Asqueado y furioso, me juré nunca más volver a comparecer ante un cura y así lo hice.
            Sin embargo, antes de acontecimientos importantes (exámenes de ingreso a la universidad, entrevistas de trabajo, visitas al doctor u operaciones de algunos de mis familiares) le escribía pequeños textos a Dios en alguna estampita del Señor de los Milagros, la Virgencita de Chapi o del Divino Niño.
Escribirle a ese siempre inaccesible Ser Superior era una manera de confesarme sin necesidad de compartir mis miserias (“pecados” les llamaba en el colegio) con algún cura potencialmente peligroso y desagradable.
            Ahora ya no le escribo a Dios, sólo hablo con Él. Presiento que nunca me escucha. Se trata de un monólogo esquizoide. El soliloquio de una prescindible y afectada versión menor de Juan Pablo Castel.
            —Lo que escribes no es cristiano.
            —¿Y quién te ha dicho que yo quiero escribir cosas cristianas?
            —Yo no puedo estar de acuerdo con las cosas que estás escribiendo. Eso es todo y te lo estoy haciendo saber.
            —No busco que apruebes lo que escribo, ¿lo puedes entender?
            —Cada día te entiendo menos. Te estás haciendo un daño irreparable. Cuando te des cuenta será muy tarde.
            Así empezó la fractura definitiva.
(...)
Ahora que lo pienso: también escribo porque nunca podré llevar a un hijo mío al estadio.


Fragmento de A punto de pisar un iglesia 
publicado en Hildebrandt en sus trece

1 comment:

Fernando Waroto said...

Creo que todos en alguna parte, ahora, muy remota de nuestra infancia hemos tenido ese soliquio, ¿con Dios? tal vez, pero queríamos ser escuchados a toda cuenta. Si nadie tenía tiempo para escucharnos sin juzgar, simple, se inventaba algo o a alguien para que ocupe ese lugar.