2013/10/17

Tránsitos (una cartografía literaria): qué otra manera tenía para defenderme


Acabo de llegar de la frontera (estuve en Tacna, donde presenté mi último libro al lado de varios narradores chilenos) y me encuentro con un envío precisamente del otro lado de la frontera: Tránsitos (una cartografía literaria). Gracias a Alberto Fuguet por el obsequio y a Felipe de la Universidad Diego Portales de Chile. 
Algunos de los textos incluidos en este enorme libro (en esta cartografía literaria) ya han aparecido en diarios y revistas de Chile y de América.
Acá un fragmento:

Ser joven nunca ha sido fácil. Ser joven y no contar con tu padre, menos. Ahora bien, todo se complica aún más si uno es joven, quiere ser escritor y anda buscando un padre por ahí. Un padre literario. Un padre a secas. Los padres biológicos, se sabe, no se eligen. Al revés, muchas veces se padecen. Con los padres literarios, sin embargo, sucede algo parecido. Uno cree que los elige, pero no es así. Se heredan, te son impuestos, uno tropieza con ellos sin estar del todo preparado. Los padres que valen son los que te forman antes de que tú mismo desees formarte. Te marcan y, muchas veces, esa huella es indeleble.
(…) Lo chicha es el regalo de Fujimori al mundo. La cultura chicha es una suma de subculturas, incluyendo la popular, la masiva, la de la sierra que bajó a la ciudad. Es el mal gusto llevado al límite. Es lo procaz, lo sensacionalista, lo analfabeto, lo chillón. Es la irrupción de las masas y el terror de las elites. La prensa chicha deja a la prensa amarilla de otros países como suplemento cultural. Estos tabloides multicolores tapizan los quioscos y los llenan de lodo fosforescente.
A Mario Vargas Llosa le quedan pocas horas antes de partir y sale a recorrer Lima en auto. El centro, la Plaza de Armas, la plaza Bolívar. Luego, el barrio chino. Más allá del barrio La Colmena, y de la vieja facultad de San Marcos («En ese edificio estudié»), los autos se detienen en la Alameda Chabuca Granda.
Unas vendedoras lo saludan cariñosas. Le cuentan que lo echan de menos, que hace falta.
Pero ustedes no votaron por mí —les responde, risueño.
Después camina hasta la orilla del río Rímac. Lo mira.
No dice nada. Pero es obvio que algo piensa. De regreso al auto, Vargas Llosa se detiene frente a un quiosco. Todo lo que ha dicho —en las conferencias de prensa, en entrevistas, en la televisión, en la presentación— se ha escuchado, y fuerte. A Montesinos, la mano derecha de Fujimori, lo trató de «criminal, ladrón y cómplice de torturadores». La prensa chicha —El Chino, La Yuca, El Ojo— ataca hoy de vuelta: «Miserable no merece ser peruano: Varguitas no quiere a su padre ni a su patria».
Otra portada:
«El escritor plagiador y enemigo del país, el español Mario Vargas Llosa, llegó al país sólo a fregar la paciencia y a incentivar aún más que Choledo la violencia».
Una más:
«Como siempre, viene, miente, insulta y se va».
VLL los mira y dice:
—Esto es una vergüenza para el Perú.
Luego mira el titular de nuevo.
—Aunque no está mal escrito —y se ríe con todos sus dientes—. Hay que reconocerlo.
***
Soy de la estirpe de los que creen que fueron criados por la familia equivocada, pero con los libros y las películas correctas. Esos tres eran los libros correctos.
Aún no se me ocurría ser escritor, todavía no escuchaba el llamado de la vocación, pero ahí dije: yo también puedo hacer esto. Lo que es falso, claro. Aún no he escrito nada como ese cuento «Día domingo» ni, menos aún, «La casa verde», pero lo importante es que Vargas Llosa me hizo pensar que sí lo podía hacer. Que lo podía imitar: su mundo es amplio, generoso, abierto, democrático, todos caben. Su mundo era su mundo, por cierto, pero también era el mío. Vargas Llosa me dijo desde muy temprano: la gente de clase media, que toma helados y va a la playa o a colegios horrorosos, también son un tema digno de transformar en arte. Úsalos. Aprovecha tu propia experiencia. No todo es imaginación febril y exuberante. Lo fascinante de Vargas Llosa es que sus libros no parecían arte, no tenían ese olor culterano y denso y, sin embargo, casi de refilón, me hacían sentir cosas. Los libros de Vargas Llosa parecían inyectados de vida.
Años después, en la universidad, Vargas Llosa me atacó de nuevo. Fue el año 1984. Ese año salió a la calle Historia de Mayta. Me pareció el mejor reportaje que jamás había leído. No podía respetar al resto de mis profesores después de eso. Entonces me lancé a su díptico sobre escritores en ciernes y periodistas con los ojos abiertos: Conversación en La Catedral y La tía Julia y el escribidor.
¿Quién era Vargas Llosa y por qué escribía esas cosas sobre mí?
De nuevo: momento justo, libros justos. Ya no cabía duda.
La vocación estaba y los planos arquitectónicos descansaban ahí, listos para ser afanados. La genialidad de Vargas Llosa es que no es un genio. Leyéndolo, uno siente que la disciplina, el trabajo y la mirada es lo que importa y la base de todo. Vargas Llosa no era un poeta, un excéntrico, un mago. A pesar de todas sus experimentaciones, lo suyo es clásico. Y, como tal, permite que todos aprendan de él. Y si uno tiene suerte, no se nota.
Esto no lo pienso yo, solamente. Cada día me topo con más hermanos que me dicen —que sienten— prácticamente lo mismo. Son pocos los padres que permiten eso. Darte tanto y, a la vez, dejarte libre.
Si Vargas Llosa hubiera sido elegido presidente dudo que hubiera logrado hacer lo que hizo, desde un puesto mucho más abajo, acá en la república de las letras. Vargas Llosa democratizó la literatura y les dio oportunidad a todos para que creyeran en sí mismos. Sólo por eso, que no es poco, estaré siempre agradecido y en deuda.
Mi impresión es que no soy el único. Yo, que partí solo, me he ido dando cuenta de que tengo muchos más hermanos de lo que imaginaba. Somos muchos, y estamos en todas partes.
***
El sol ya se puso, pero aún queda una luz flotando arriba del frío Pacífico. La calle es angosta y está resbaladiza por la niebla y el mar que salta sobre ella. La larga calle —pareciera que no terminara— separa el mar del muro del Colegio Militar Leoncio Prado. Es como si el colegio se cayera directamente al mar. El viento azota el muro pero no lo bota.
—Está de otro color —dice Vargas Llosa—. Y los muros están más altos.
Los guardias lo dejan entrar. Saben perfectamente quién es. El permiso ha sido autorizado. Que ingrese. Debajo de la estatua de Leoncio Prado hay unos perros. Es la hora del cadete. En medio de la niebla oscura, se escuchan las voces roncas, escupiendo invectivas contra los chilenos.
El avión partirá pronto. Es hora de irse. Ya está oscuro.
Los cadetes marchan hacia el rancho.
—Yo no hubiera sobrevivido aquí ni un día —comenta alguien.
—Por eso me puse a escribir —dice Vargas Llosa.
El viento barre su voz y lo silencia.
—Qué otra arma tenía para defenderme.

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