2014/12/10

La prosperidad inconclusa

Alguna vez, César Luis Menotti, al referirse a Andrés Iniesta, dijo que tenía «cara de oficinista». Ahora, al referirse a mí, Juan Carlos Valdivia Cano dice que bien puedo pasar por «cajero de la SUNAT». Claro que la comparación es mala —torpe— porque el talento futbolístico de Iniesta es inmenso. En cambio, el mío (si se le puede llamar literario) es muy escaso o nulo. No obstante, agradezco esta generosa lectura.


 ORLANDO MAZEYRA GUILLÉN:  LA PROSPERIDAD  INCONCLUSA
Por Juan Carlos Valdivia Cano
Nadie niega su tremebundo talento, más que su talante, literario. Si no lo conociera y me dijeran  que es  un cajero de  la SUNAT no me sorprendería.  Pero nadie encarna como él en su vida y en su pequeña gran obra, eso que los de la farándula culturosa de los setenta, en casa de Rolo, llamábamos y vivíamos como «la muerte del padre», en este caso a través del privilegio de la literatura, de la pasión literaria que todo lo transfigura,  todo lo transforma, todo lo recrea.  Poquísimas  obras han sido tan  atrevidas, tan crudas y sinceras en nuestras letras peruanas como La prosperidad reclusa. ¿Cuántos escribas han roto «el pacto infame de hablar a media voz» que denunció don Manuel?
En  la setentera Casa de Rolo eso se vinculaba a la capacidad para mirarse uno mismo hasta la crueldad, llámese autocrítica, autoconocimiento, autoanálisis,  o como se llame, sin asco ni piedad,  más allá de la negación y el nihilismo, por supuesto,  o según  advierte Vila-Matas citado por Orlando Mazeyra Guillén, más allá del «mal endémico de las letras contemporáneas, la pulsión negativa o la atracción por la nada que hace que ciertos creadores , aun teniendo una  conciencia literaria  muy exigente (o precisamente por eso) no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o dos libros  y luego renuncien a la escritura;  o  bien, tras poner en marcha una obra, queden, un día, literalmente  paralizados».
 ¿No se supone que un buen cristiano busca la verdad hasta donde ésta lo lleve y caiga quien caiga?  Es la  fe, la fuerza del mito, aunque sólo se exprese como amor obseso por la literatura. Pero aquí, como en todas partes, no basta con romper las tablas,  aunque sea a través del enorme privilegio de la literatura, no basta con matar la ley. Es menester escuchar  de nuevo  a Zarathustra. «He matado la ley,  y si no voy más allá de ella seré el más réprobo de los réprobos».
El apellido  Mazeyra es para mí personalmente muy significativo porque está ligado a mi vida desde la adolescencia y no de manera casual o pasajera. Esto lo explico en el libro de homenaje al doctor Eusebio Quiroz Paz Soldán cuando confieso que, en cierta manera, fui iniciado a la vida ciudadana y a la participación cultural activa gracias a la institución que Orlando Mazeyra Ojeda fundó y dirigió con el nombre de Víctor Andrés Belaúnde y a la que tuve el honor de pertenecer  como socio voluntario  (aunque jamás vuelva a inscribirme en una institución que acepte a un tío como yo).  Y cómo gracias también  a ello  asistí a  la primera conferencia en mi poco santa vida, a cargo del joven historiador Eusebio Quiroz Paz Soldán, que se ocupaba de José Carlos Mariátegui, nada menos.  Ahora veo que lo que me inoculó fue su admiración.
Si la crítica y autocrítica han parido la civilización europea moderna, como recordaba Octavio Paz, eso es mucho más decisivo en el caso del  escritor. Por eso espero que  Orlando Mazeyra Guillén no pare, que no se detenga, que  no crea que ha encontrado, que siga buscando,  que siga «matando al padre», que no necesita de apoyos ni dependencias de ningún tipo  y tal vez sea muy conveniente literariamente independizarse también de esos padres, de esos modelos tradicionales por los que apuesta, porque todo lo demás lo tiene de sobra.
 Necesitamos nuevos mitos. Los mitos de nuestros padres son muy respetables, pero ya no generan nada de pasión entre las nuevas generaciones, sino indiferencia en la mayoría  y fanatismo en algunos casos. Y necesitamos, al revés,  más libertad, más dignidad, menos discriminación y más tolerancia, los mitos de San Martín y Bolívar, más que los de Abraham, el hijo de Yahvé. 
Sólo alguien  que tiene la fuerza y el carácter necesario puede  arrogarse el derecho a escribir con su sangre lo que le viene de la sangre como «mandato vital». Lo cual  no tiene que ver con la descripción de escenas para los lectores sexualmente reprimidos sino con la  práctica de un arte. El arte de Orlando Mazeyra Guillén:   
«La idea del sexo como única verdad  se había presentado ante mí desde que conocí a Camila, una muchacha de apenas catorce abriles. Todavía no recuerdo si leí Lolita antes o después de conocerla. Aunque, a la luz de los hechos acontecidos, eso era lo de menos. Lo que de veras importaba era el nuevo trayecto: los juicios, las insidias, las calumnias de gente que juzga, pero  no vive. Un trayecto repleto de ignorantes que ahora  me miran  perplejos sin saber que ella y yo siempre estuvimos por encima del resto.» (p. 100).

No son sólo las cosas sino, sobre todo, las palabras lo que importa. El cómo se dice es inseparable  de lo que se dice. Y Orlando Mazeyra Guillén sabe contar  muy bien lo que cuenta. 

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